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El modus vivendi

La verdad sobre los arreglos de la ‘cuestión religiosa’, celebrados entre el licenciado Emilio Portes Gil y los ilustrísimos señores Leopoldo Ruíz y Flores y Pascual Díaz

 

El mes de noviembre de 1929 vio la luz, en México un cuadernillo de 17 por 23 centímetros, en 22 páginas. Aunque el nombre de su autor se oculta en el anonimato, se trata de una pluma que escribe por cuenta de los obispos involucrados en los ‘arreglos’. Su contenido se trascribe en el marco del octogésimo aniversario de tal episodio, por tratarse de un documento que narra de forma ordenada y directa los sucesos que desembocaron en uno de los pasajes más negros de la historia contemporánea de México: la artera traición del Estado Mexicano respecto a las esperanzas de alcanzar la libertad religiosa en México, consumada por el Presidente Interino Emilio Portes Gil, pelele de Plutarco Elías Calles, según el calificativo con el que la posteridad recuerda su memoria.

 

Exordio

Entrañando el conflicto religioso de 1929 di­versos aspectos, a saber: político, dogmático, re­ligioso, y siendo cada uno de ellos sumamente com­plejo, no es de extrañar que los arreglos llevados a cabo en junio de este año, hayan causado, en no pocos, extrañezas y confusiones­.

Es absolutamente necesario orientar de una manera precisa la opinión pública para evitar que esa desorientación produzca los funestos males que puede crear. Por esta razón, y mientras llega el tiempo y la ocasión de escribir la historia docu­mentada y el estudio sereno de los hechos acae­cidos en México durante los tres últimos años, creemos hacer obra de patriotismo, de paz, de con­cordia y de pacificación de los espíritus, publicando este folleto sobre el modus vivendi, últi­ma etapa del problema religioso surgido en 1926.

 

I

El modus vivendi

“En todos tiempos -decía el Episcopado en su Primera Carta Pastoral Colectiva de 21 de abril de 1926-, es decir antes de la sus­pensión de cultos, y mayormente al presente, la Iglesia toma posiciones definidas y evita extremos. Contemporiza por amor a la paz en conflictos de menor cuantía. No busca la lucha, pero si se la obliga, o a renunciar a su libertad y desaparecer de hecho, o a defenderse legal pero virilmente; jamás traiciona su causa, que es la de Dios y la de la Patria”.

Y un poco más adelante: “Ojalá que [el poder civil] atienda a nuestras sólidas razones y al sentir del pueblo tantas veces expresado [para reformar la ley]; suspenda por el momento la aplicación dé los artículos persecutorios, consulte lealmente la voluntad de la nación y le otorgue efectivamente plena libertad para manifestar sus nece­sidades y deseos. El resultado sería la paz y prosperidad de la na­ción y la reconquista de su prestigio ante el mundo civilizado”.

Antes, pues, de estallar el conflicto de 1926, expresó la Iglesia su actitud, a la vez digna y serena: por una parte demostraba con sólidas razonesla necesidad de reformar la Constitución, pero por otra, estaba conforme en que no se hiciera sin dar tiempo a consultar lealmente la voluntad nacional, y entre tanto, mientras esto se hacía, y llegaba el período ordinario de las sesiones de las Cámaras, sólo pedía una tregua, un modus vivendi, un acercamiento, un poco de buena voluntad por la suspensión temporal de la aplicación de las leyes persecutorias.

Rechazado positivamente este acomodamiento por Tejeda, se­cretario de Gobernación, y desencadenado ya el conflicto, negociado­res de buena voluntad empezaron desde luego a querer mediar. La Iglesia no se opuso, y, conforme narramos en su lugar, se celebró en agosto de 1926 una entrevista entre el General Calles y los ilustrísimos señores Ruiz y Flores, y Díaz, la cual dio momentáneamen­te grandes esperanzas, que resultaron fallidas en seguida.

Pláticas más o menos informales, pero de poca importancia, se fueron teniendo sucesivamente sin resultado alguno, hasta que en 1928 se empezó a encontrar el camino para llegar al “modus vivendi” actual.

“Yo acompañé (dice William F. Montavón en el número de ju­lio de 1929 del “N. C. W. Bulletin”), al padre Juan Burke en su pri­mera visita a México. La misión que se impuso durante su estan­cia en la antigua fortaleza de San Juan de Ulúa (el viernes santo), fue la vindicación de los principios católicos y de los derechos de la Iglesia ante el Presidente de la República, quien se manifestaba fran­camente hostil a ambos. Mi impresión personal fue que la actitud enérgica de Calles y las concesiones que prometía entrañaban una es­peranza cierta de un cambio real y un conocimiento más claro por parte de los líderes revolucionarios de México”.

Para poder llegar a algo concreto, Calles expresó el deseo de tratar con monseñor Ruiz. A esto se debió un mes después, que en ma­yo, volviera el padre Burke, acompañando al ilustrísimo Señor Ruiz. El resultado de las conferencias lo describe el mismo Montavón de esta manera: “Yo estuve presente a la conferencia con el Presidente Calles, la que arraigó mi convicción de que un cambio y una conver­sión se habían efectuado, las cuales podían en un futuro cercano abrir la puerta a los Obispos y restablecer el culto público en México... En esta conferencia entre Calles y el Arzobispo Ruiz se convi­no en determinadas condiciones bajo las cuales el clero podía volver con dignidad y reanudarse el culto público”.

No son conocidas las condiciones de que habla Montavón; lo único que sobre ellas se sabe es lo que afirmó el 23 de junio de 1929 a la prensa, el Presidente Portes Gil, a saber: que, según expediente que obra en el archivo de la Presidencia, “el resultado de las pláticas [en 1929] es el mismo que en el año de 1928 estuvo a punto de realizarse”.

Sabemos, sin embargo, que por su parte el General Ca­lles no accedía sino a contestar en la prensa a una pregunta en que los Prelados le interpelaran en una forma o en otra, sobre el sentido de las leyes en discusión.

Como era natural, monseñor Ruiz no pudo llegar a nada definitivo, sino que partió a los Estados Unidos, a fin de tener en San Antonio Texas una conferencia con los Obispos desterrados, bajo la presi­dencia de monseñor Mora y del Río, Arzobispo de México, quien desde la Habana se trasladó para ello a dicha población. Desgraciadamente, la muerte impidió al santo Arzobispo acudir a las conferencias, las que se celebraron en esa ciudad; después de rendir a monseñor Mora y del Río el debido homenaje, el Episcopado determinó que monseñor Ruiz fuera a Roma y se esperara la última decisión de la Santa Sede.

Varios meses estuvo en Roma el mencionado prelado, y tuvo con su Santidad amplísimas conversaciones, quien se manifestó deseosísimo de la solución del conflicto, admitió el principio de que po­dría él permitir la reanudación de los cultos antes de que las leyes fueran reformadas; pero, exigió justísimamente dos condiciones pa­ra ello, que las proposiciones que se le hicieran para este acomoda­miento temporal, procedieran de personas autorizadas y fueran con­cretas, y que a la vez hubiera garantías de que se dejaría expedito el camino a los católicos mexicanos para solicitar con éxito la reforma de las leyes.

Simultáneamente con estas pláticas, el candidato a la Presiden­cia, Álvaro Obregón, intentaba por su parte, ponerse al habla con la Iglesia para encontrar una solución al conflicto creado por la admi­nistración de Calles.

Los acontecimientos del 17 de julio de 1928, el caos político subsiguiente, el cambio del Poder Ejecutivo y por último la revolución de marzo de 1929, dieron por resultado que estas negociaciones que­daran por el momento interrumpidas.

 

II

Tocando ya a su fin la campaña contra la rebelión de Esco­bar, el Presidente Portes Gil fue entrevistado por corresponsales americanos, y el día tres de mayo publica el Excélsior un reportaje en que da cuenta de los telegramas publicados el día anterior en New York y que contiene estas declaraciones: “...el Presidente Me­xicano indica que su régimen no persigue a ninguna religión y que los sacerdotes católicos pueden oficiar en México tan pronto como obe­dezcan la ley. La Iglesia Católica, como institución, no esta relacio­nada con el levantamiento militar maquinado por ciertos generales del ejército…”. Y un poco más adelante, hablando del movimiento armado de los católicos, afirma que, “contrastando con esos católi­cos militantes, hay otros representantes del catolicismo que han re­comendado y aconsejado el respeto a la ley y el orden”.

Estas declaraciones que parecían indicar una primera muestra de buena voluntad de parte del Gobierno de la Revolución, fueron inmediatamente acogidas por monseñor Ruiz. El mismo 2 de mayo pu­blicaban los periódicos de New York las siguientes declaraciones:

 

“El conflicto religioso en México no fue motivado por ninguna causa que no pueda ser corregida por hombres de sincera buena voluntad. Como una prueba de buena voluntad las palabras del Presidente Portes Gil son de mucha importancia. La Iglesia y sus ministros están preparados para cooperar con él en todo esfuerzo justo y moral para el mejoramiento del pueblo mexicano.

“No pudiendo en conciencia aceptar la ley que ha sido puesta en vigor en mi país, la Iglesia Católica, no por capricho, sino como un solemne deber, encontró necesario suspender completamente to­dos los actos públicos del culto. Con sincero respeto pido al Gobier­no de mi país que reconsidere la legislación existente con un espíritu de sincero patriotismo y buena voluntad, para dar los pasos necesa­rios para eliminar la confusión entre la religión y la política, y pre­parar el camino para una era de verdadera paz y tranquilidad…

“En México la Iglesia Católica no pide privilegios. Pide tan sólo que sobre la base de una amistosa separación de la Iglesia y el Estado se le permita la libertad indispensable para el bienestar y la felicidad de la Nación. Los ciudadanos católicos de mi país, cuya fe y patriotismo no se pueden poner en duda, aceptarán sinceramente cualquier arreglo que pueda celebrarse entre la Iglesia y el Go­bierno.”

 

En todo el mundo pareció renacer la esperanza de una posible y decorosa inteligencia entre la Iglesia y el Estado, en vista de las declaraciones anteriores del Presidente de la República y de monseñor Ruiz, por eso se leyeron con pena las frases duras del licenciado Portes Gil en las declaraciones a la prensa del día 4, pues nuevamente en ella se atacaba rudamente a los levantados en armas, a quienes se pintaba como bandidos, al servicio de la antigua aristocracia de México.

Los periódicos de México empezaron a publicar comentarios y editoriales así sobre las palabras de Portes Gil, como sobre las de­claraciones de monseñor Ruiz: “nada hay que no pueda arreglarse entre hombres de sincera buena voluntad”, parecía ser la frase que había despertado las ilusiones y avivado las esperanzas de todos.

El hecho de que la prensa se ocupara todos los días y con amplitud del conflicto religioso, y diera tanta importancia a las declaraciones de la Iglesia y del Estado parecía efectivamente pronosticar que a lo menos se prestaban ambas potestades a un cambio de impresiones, que no poco podía ayudar a esa “mutua cooperación para el bien del pueblo mexicano”.

El ocho de mayo publicaron los periódicos otras declaraciones hechas por Portes Gil a los representantes de la prensa mexicana y en las cuales había más de un motivo alentador: “Me ha agradado la declaración del Arzobispo en el sentido de que el conflicto religioso en México no fue motivado por ninguna causa que no pueda ser co­rregida por hombres de sincera voluntad”, decía Portes Gil, y pro­seguía: “Me ha agradado la declaración de que “la Iglesia Católica y sus ministros están preparados para cooperar con el Gobierno Me­xicano en todo esfuerzo justo y moral para el mejoramiento del pue­blo mexicano”. Reiteraba a continuación el Presidente las declaracio­nes de que la Iglesia no había tenido nada que ver con la revuelta militar y de que miembros prominentes de la Iglesia recomendaban el orden y el respeto a la ley, y concluía con estas palabras: “Si el Ar­zobispo Ruiz deseara discutir conmigo al modo de conseguir la coope­ración en el esfuerzo moral para mejorar al pueblo mexicano, que él desea, no tendría inconveniente en tratar con él sobré la materia”.

¿Era conceder públicamente una audiencia a los Prelados mexi­canos para discutir el modo de resolver el conflicto religioso? ¿Era dar pie para que la Iglesia solicitara de nuevo las conferencias que el año 26 habían fracasado por culpa de Calles, que se habían reanudado oculta y extraoficialmente en 1928 y se habían visto interrumpidas, por los sacudimientos inesperados de los últimos meses de la administración de Calles? En cualquiera de estos sentidos interpretó las palabras del Presidente la opinión pública, los periódicos empezaron a dejar correr el rumor de que el Arzobispo de Morelia vendría en breve a México para entablar las pláticas, que en el horizonte pa­recía de un modo inesperado la luz que iba a guiar a una rápida y feliz solución del angustioso conflicto religioso.

Pasó todavía un mes sin que nada se resolviera en concreto. Cada día con mayor insistencia se hablaba del conflicto religioso y de las esperanzas de una pronta solución. Como es fácil de imaginarse empezaron a correr los más fantásticos rumores y a entre mezclarse el optimismo y la desconfianza. Lo que podemos afirmar como cierto en el transcurso del mes de mayo y de los primeros días del de junio es lo siguiente: monseñor Ruiz declaró en Washington que le habían complacido las declaraciones de Portes Gil, que mostraban su buena disposición para tratar con la Iglesia, pero que la resolu­ción de este negocio dependía de Roma. Entretanto, él consultó a los Obispos que se hallaban en territorio americano. Tal vez este hecho dio pié a que circulara el rumor de que el negocio lo trataría el Embajador de México en Washington y por medio de la Casa Blanca.

Portes Gil desmintió solemnemente y con toda firmeza se­mejante rumor, y por su parte monseñor Ruiz varias veces declaró que nada se había hecho, sino lo que se había ganado con la manifes­tación de buena voluntad por parte del Presidente de México. Con­sultados por el Arzobispo de Morelia los prelados mexicanos resi­dentes en Estados Unidos, todos opinaron que era necesario enta­blar las pláticas a que había aludido el Jefe del Poder Ejecutivo, y pocos días después, el 18 de mayo, fue designado monseñor Ruiz co­mo Delegado Apostólico. Entonces comenzaron los rumores de la venida de varios obispos a la República y por fin los primeros días de junio anunciaron los periódicos que habían salido de Estados Unidos el arzobispo Ruiz y el obispo de Tabasco. Efectivamente, el día 9 de junio llegaron a la capital, el 11 solicitaron personalmente en Palacio una entrevista con Portes Gil, e hizo el nuevo Delegado Apostólico las siguientes declaraciones: “Yo fui designado como Delegado Apostólico por la Santa Sede. Siguiendo las instrucciones de Roma, consulté con otros obispos mexicanos. Como resultado de esto se me dio la plena representación de la Iglesia de México, con autorización para conferenciar con el Presidente Portes Gil acerca de la situación de la Iglesia, bajo las leyes mexicanas”. Iban, pues, a empezar las pláticas, alentadas por un espíritu de “sincera buena vo­luntad”, y de las cuales dependía la solución de la crisis más grave que en muchos años ha pasado México.

 

III

Es imposible describir el cúmulo de impresiones variadísi­mas que agitó a toda la sociedad desde el día 11 hasta el 12 de junio. Era una mezcla confusa y ardiente de optimismo, de ansiedad, de tristeza, de gozo, de esperanza, de temor y de mil afectos encontra­dos que materialmente agitaban los momentos de esos días. Como desde el primer momento los prelados se encerraron en un mutismo naturalísimo y sumamente prudente, pero no por eso menos deses­perante; los periódicos de todos los colores se dieron a inventar y a propalar noticias más o menos apartadas de la realidad, en las que se hablaba de determinados puntos concretos, que se estaban tratan­do en las conferencias.

Hubo necesidad de desmentir varias veces a los periódicos, y los prelados tuvieron que afirmar una y otra vez al pueblo, que no creyera sino aquello qué se publicara con la firma del Gobierno, o con la de ellos. Entre ese cúmulo de rumores contradic­torios y tendenciosos, se nota sin embargo la tendencia general a hacer entrever que las pláticas entabladas van por muy buen camino y que pronto se llegará a encontrar una solución al angustioso con­flicto. Hasta los elementos más radicales, no sólo de la prensa, sino de los campos políticos manifiestan, aun entre sus denuestos a la Iglesia, el deseo y la esperanza de que termine la solución creada por la ley Calles. Sólo, para que no faltara la tendencia descarriada del jacobinismo revolucionario, determinado grupo, el del ex-secre­tario de Gobernación de la administración de Calles,[1] pretendió estor­bar el curso de las conferencias.

Los momentos eran a propósito para hacer aparecer a ese es­cuadrón de informadores oficiosos, que se venden por personas ente­radas, y hacen recaer sobre sus insignificantes personas todo lo que se hace o se puede hacer: hubo necesidad asimismo de que se hi­cieran declaraciones auténticas de que en las conferencias, y en el arreglo, no intervenían por parte de la Iglesia sino monseñor Ruiz -Delegado Apostólico- y el señor obispo de Tabasco, doctor don Pas­cual Díaz, y por parte del Gobierno el Presidente de la República.

En las declaraciones que a este propósito hizo el Delegado Apos­tólico aparece claramente su carácter de Delegado, y es absolutamen­te cierto que el Delegado estaba en continua comunicación con el Pa­pa, que se informaba a la Santa Sede, y que cuando llegó el caso, se esperó con ansiedad y deseo la determinación última del Vicario de Jesucristo.

En medio de este ambiente, cuya agitación fatigaba los nervios, hizo el Presidente de la República, por radio, el día 15 unas declara­ciones que vinieron a desilusionar a la sociedad entera, y casi pro­dujeron la sensación de que las pláticas habían fracasado: “Nada sin el cumplimiento estricto de la ley”, decía Portes Gil. Parecía reanudarse la eterna fórmula oficial, y que el conflicto se planteaba oficialmente en el mismo sentido que en 1926, cerrando, por tanto, la puerta a toda conciliación. Afortunadamente la interpretación que se dio a las palabras del Presidente no era conforme a su mente, y las conferencias lejos de fracasar iban en realidad por muy buen camino.

No se sabe con certeza, tan en secreto se llevaban por ambas partes las negociaciones, el número de conferencias que se celebra­ron. Las que se conocen fueron tres: una el día 12 de junio, la se­gunda dos días después, el 14, y la última el día 21 del mismo mes. En la tarde del dicho día, después de haber estado los periódicos anunciando y retrasando la fecha de la última conferencia, y de haber hecho muchísimo hincapié en que se esperaba únicamente un telegrama del Papa, se hicieron públicos por fin los felices resultados de las conferencias: el conflicto religioso había terminado, se reanudarían en breve los cultos católicos. ¡Había pasado a la Historia la sombría, y dura, y prolongada persecución, que tanto había ator­mentado la conciencia nacional, que tanta sangre había costado a la Patria; que tanta perturbación social había producido, que había llenando el horizonte de tempestades siniestras y destructoras!

 

IV

El 22 por la mañana publicaron todos los diarios las decla­raciones oficiales del Presidente de la República y del Delegado Apos­tólico. Por su inmensa trascendencia las insertamos íntegras:

“He tenido pláticas con él Arzobispo Ruiz y Flores, y el Obispo Pascual Díaz. Estas tu­vieron lugar como resultado de las declaraciones públicas hechas por el Arzobispo Ruiz y Flores en mayo 2, y las declaraciones hechas por mí en mayo 8.

“El Arzobispo Ruiz y Flores, y el Obispo Díaz me manifestaron que los Obispos mexicanos juzgan que la Constitución y las leyes, es­pecialmente la disposición que requiere el registro de ministros y la que concede a los Estados el derecho de determinar el número de sacerdotes, amenazan la identidad de la Iglesia, dando al Estado el con­trol de sus oficios espirituales. Me aseguran que los Obispos mexicanos están animados por un sincero patriotismo y que tienen el deseo de reanudar el culto pú­blico, si esto puede hacerse de acuerdo con su lealtad a la República Mexicana y sus conciencias. Declararon que eso podría hacerse si la Iglesia pudiera gozar de libertad, dentro de la ley, para vivir y ejercitar sus oficios espirituales.

Gustoso aprovecho esta oportunidad para declarar públicamen­te, con toda claridad, que no es del ánimo de la Constitución, ni de las leyes, ni del Gobierno de la República, destruir la identidad de la Iglesia Católica, ni de ninguna otra, ni intervenir en manera algu­na en sus funciones espirituales. De acuerdo con la protesta que ren­dí cuando asumí el Gobierno Provisional de México, de cumplir y hacer cumplir la Constitución de la República y las leyes que de ella emanen, mi propósito ha sido en todo tiempo cumplir honestamente con esa protesta y vigilar que las leyes sean aplicadas sin tendencia sectarista y sin prejuicio alguno, estando dispuesta la administración que es a mi cargo, a escuchar de cualquiera persona, ya sea dignata­rio de alguna Iglesia, o simplemente de algún particular, las quejas que pueden tener respecto a las injusticias que se cometan por la indebida aplicación de las leyes.

Con referencia a algunos artículos de la Ley que han sido mal comprendidos, también aprovecho esta oportunidad para declarar:

1.                  Que el artículo de la Ley que determina el registro de ministros, no significa que el Gobierno pueda registrar a aquellos que no han sido nombrados por el superior jerárquico del credo religioso respectivo, o conforme a las reglas del propio credo.

2.                  En lo que respecta a la enseñanza religiosa la Constitución y leyes vigentes prohíben en manera terminante que se imparta en las escuelas primarias y superiores, oficiales o particulares, pero esto no impide que en el recinto de la Iglesia, los ministros de cualesquie­ra religión impartan sus doctrinas a las personas mayores, o a los hijos de éstos que acudan para tal objeto.

3.                  Que tanto la Constitución como las leyes del país garantizan a todo habitante de la República el derecho de petición, y en esa vir­tud, los miembros de cualesquiera Iglesia pueden dirigirse a las au­toridades que corresponda para la reforma, derogación o expedición de cualesquiera Ley”.

Palacio Nacional, junio 21 de 1929

El Presidente de la República

E. Portes Gil.

 

Las declaraciones del Delegado Apostólico son las siguientes:

           

“El Obispo Díaz y yo hemos teñido varias conferencias con el C. Presidente de la República, y sus resultados se ponen de mani­fiesto en las declaraciones que hoy expidió.

“Me satisface manifestar que todas las conversaciones se han significado por un espíritu de mutua buena voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas declaraciones hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes.

“Yo abrigo la esperanza que la reanudación de los servicios re­ligiosos pueda conducir al pueblo mexicano, animado por un espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos morales que se hagan para beneficio de todos los de la tierra de nuestros mayores”.

México, D. F., junio 21 de 1929

+ Leopoldo Ruiz

Arzobispo de Morelia y Delegado Apostólico

 

V

Estos dos documentos de importancia histórica, y que deben ser interpretados conjuntamente, dieron lugar a los más variados comentarios. Para unos, la Iglesia había cedido, después de alegar durante tres años razones sagradas de conciencia. Para otros, el Es­tado había claudicado innecesariamente, en un conflicto ya resuelto. Según muchos, la Iglesia quedaba en la misma situación que antes, y aun en peores condiciones; y no eran pocos los que asentaban que el conflicto religioso había sido definitivamente resuelto y de un mo­do favorable para la Iglesia. Nada de esto es cierto, y el error fun­damental de todos los que de estas maneras opinaban consistía en pensar que las pláticas habidas entre el Presidente y el Delegado Apostólico habían conducido a un resultado definitivo, habían resuel­to el conflicto religioso.

El conflicto religioso queda en pie: y esto lo entenderán fácil­mente nuestros lectores al considerar que, siendo legal la naturaleza de éste, estribando la esencia de su solución en la reforma de las le­yes, mientras éstas no se modifiquen, subsiste el problema, cuales­quiera que sean las ventajas obtenidas por la Iglesia.

El conflicto religioso, aunque permanece, ha cambiado substan­cialmente. Antes se encontraba la Iglesia frente a una legislación que, como hemos demostrado plenísimamente, hacía imposible su vida, pretendía sujetarla, en lo espiritual, a la potestad civil. Por eso se negó a someterse a esa ley; por eso suspendió los cultos públicos. Ahora subsiste esa misma legislación, pero el Presidente de la Re­pública ha declarado sin ambages, que no significa en manera alguna sujeción de la Iglesia al Estado, en materias espirituales, ni destruc­ción de la Iglesia o de su Jerarquía. Por eso puede ahora la Iglesia tolerar temporalmente esas leyes, porque, según el Presidente de la República quieren decir algo muy diverso de lo que todos, incluso Calles, habían entendido hasta ahora:

ANTES DEL 21 DE JUNIO legalmente la Iglesia no tenía per­sonalidad jurídica, y el gobierno se esforzaba en hacer ostensible que no reconocía su existencia.

DESDE EL 21 DE JUNIO oficialmente, reconoce el Presidente de la República la existencia de la Iglesia Católica.

ANTES DEL 21 DE JUNIO la Constitución misma de la Iglesia quedaba legalmente y de hecho al arbitrio de las autoridades civiles.

DESDE EL 21 DE JUNIO el Presidente de la República reconoce oficialmente y con toda claridad “que no es el ánimo de la Constitu­ción, ni de las leyes, ni del Gobierno de la República, destruir la identidad de la Iglesia Católica”. Y es notorio que respetar la iden­tidad de una institución equivale a respetar todos aquellos elementos que constituyen su esencia. Esta sola declaración oficial, solemne y pública del Presidente, bastaba para cambiar substancialmente el conflicto religioso.

ANTES DEL 21 DE JUNIO era manifiesto, como hemos demos­trado en toda la tercera parte, que tanto la interpretación que se da­ba a las leyes, como la aplicación que de ellas se hacía, tendían a que el Estado apareciera fiscalizador de las funciones espirituales de la Iglesia.

DESDE EL 21 DE JUNIO, según las declaraciones del licenciado Portes Gil “no es el ánimo de la Constitución, ni de las leyes, ni del Gobierno... intervenir en manera alguna en sus funciones espi­rituales [de la Iglesia]”.

ANTES DEL 21 DE JUNIO la jerarquía interna de la Iglesia no significaba nada para el Gobierno, ni legalmente, ni de hecho. El hecho mismo de que el licenciado Portes Gil, como Presidente de la Re­pública, trate con el Delegado Apostólico, en su calidad de “represen­tante de los derechos de la Iglesia”, y de que en sus declaraciones afirme que la mente de la ley no es el “que el Gobierno pueda regis­trar a aquellos [ministros de culto] que no hayan sido nombrados por el superior jerárquico del credo religioso respectivo”; es un reconoci­miento de hecho de la jerarquía eclesiástica, constituida por el Papa, los Obispos y los sacerdotes, y la debida subordinación entre ellos.

Antes DEL 21 DE JUNIO la inscripción pedida a los sacer­dotes era enteramente ilícita, porque significaba, según lo hemos de­mostrado repetidas veces, una sujeción del sacerdote, en cuanto tal, a la potestad civil. Se intentó en las conferencias habidas en 1926 entre el General Calles y los Prelados, monseñor Ruiz y Mons. Díaz, interpretar la ley en el sentido de que no implicara esta subordina­ción. Fue el Presidente Portes Gil quien en modo categórico asentó que no se registraría sino a los sacerdotes nombrados por sus Obis­pos, y con esto hizo lícito el cumplir con la ley.

ANTES DEL 21 DE JUNIO, aunque la Constitución reconocía a los ciudadanos el derecho de pedir las reformas que creyeran opor­tunas, de hecho se había negado sistemáticamente esa garantía cons­titucional, y por ello las Cámaras habían negado la petición de los Obispos en 1926, y habían hecho caso omiso de los plebiscitos nacio­nales de 1926 y 1928. Las declaraciones del licenciado Portes Gil no pue­den ser más explícitas a este respecto: implican un reconocimiento de este derecho cívico y encierran una esperanza de que el ejercicio de ese derecho corresponderá en los legisladores una conducta justa y patriótica.

Durante todo el tiempo de la persecución se aplicaron las leyes con espíritu sectario y constantemente se denegaba la justicia. El licenciado Portes Gil, aunque no cambia él las leyes, por no corresponderle hacerlo; aunque, mientras ese cambio se verifique, se siente obli­gado en virtud de protesta constitucional a cumplirIas y hacerlas cum­plir, hace constar que durante toda su administración ha sido su propósito cumplir con ese deber constitucional “sin tendencia secta­rista y sin prejuicio alguno” y estando dispuesto “a escuchar de cual­quiera persona, ya sea dignatario de alguna Iglesia, o simplemente de algún particular, las quejas que pueda tener respecto a las injus­ticias que se cometan por la indebida aplicación de las leyes”.

Es pues manifiesto que, como decíamos, el conflicto queda en pie, y esto por dos razones: primera, porque las ventajas obtenidas no están aún constitucionalmente sancionadas; y segunda porque persis­ten las leyes y muchos de los puntos controvertidos, la mayor parte de ellos, como la enseñanza, la propiedad, las órdenes religiosas; el culto, ni siquiera han sido tocados. Aún no recobra la Iglesia la ne­cesaria libertad ni legalmente, ni de hecho. Pero a la vez es eviden­te que el conflicto ha cambiado substancialmente: primero, porque absolutamente hablando, ya puede vivir, ya puede reanudar los cultos sin faltar a su conciencia; y segundo, porque, dado el reconocimiento del derecho de petición, atenta la buena voluntad del Presidente de interpretar la ley sin sectarismos, tiene esperanza válida de una so­lución definitiva y legal.

 

VI

No hay, pues, contradicción teórica, ni práctica entre el “Non possumus” de 1926, y las declaraciones del Delegado Apos­tólico en 1929. No hay contradicción teórica; porque ahora lo mismo que entonces, se dice que las leyes son malas. No hay contradicción práctica, porque ahora, como entonces, se insiste en que debe pedirse y obtener se la reforma legal. No hay contradicción práctica en rea­nudar los cultos antes de que las leyes sean reformadas, ni en tolerar ahora la vigencia de esas leyes, porque ahora esas leyes se interpre­tan en un sentido opuesto al que se les daba en 1926, y la prueba de nuestras afirmaciones está en la Pastoral del Delegado Apostólico, fechada en 26 de junio y que por su importancia copiamos al pie de la letra, dice así:

 

“Carta del excelentísimo señor Delegado Apostólico al episco­pado, clero y pueblo católico mexicano.

“Venerables hermanos y muy amados hijos:

“Nuestra primera palabra al iniciar las pláticas con el señor Presidente, después de agradecerle su buena disposición, públicamen­te manifestada en su declaraciones, de 2 mayo de este año, fue la de indicarle cuánto hubiéramos deseado que las Cámaras de la Unión, partiendo de la base de una amistosa separación entre la Iglesia y el Estado, tuvieran aprobar las peticiones de los católicos para lle­gar a una resolución definitiva del problema religioso, por­que de esta manera, recobrando la Iglesia su personalidad jurídica, sus derechos y libertades de asociación, de culto, de enseñanza, de sacramentos y de propiedad necesaria para su funcionamiento so­cial, se remediarían eficazmente los males que deploramos, y sentiría la patria las bendiciones de la sincera concordia entre el pueblo ca­tólico y el Gobierno.

“No habiendo sido posible esta solución antes de la reanudación de los cultos, en vista del tiempo que aquella requería, de la exaltación de pasiones no calmadas del todo y de otras dificultades, creímos lle­gado el caso previsto en las instrucciones del Sumo Pontífice, de bus­car un arreglo, que permitiendo a los fieles de la Iglesia profesar su creencia religiosa y practicar lícitamente nuestro culto católico, re­mediara los males que la suspensión de éste ha acarreado y los mayores que acarrearía hasta en las costumbres y moral pública.

“Careciendo la Iglesia en México de personalidad jurídica, y por tanto de los derechos que de ella emanan, no le quedaba sino aceptar sin reconocimiento oficial de su existencia de hecho y de la indispensable libertad para su vida social. Y esto se ha conseguido en tales términos, que han venido a salvar los principios y a permitir la reanudación de los cultos.

“El Sumo Pontífice, perfectamente informado de la diversidad de opiniones para resolver el asunto que nos ocupa, ha aprobado el arreglo acordado en nuestras conferencias con el señor Presidente, y por lo mimo deben desechar toda desconfianza aun los más timoratos. Lo Prelados y sacerdotes vamos, por convicción y disciplina, en todo de acuerdo con el Sumo Pontífice, justo es, por tanto que todo sincero católico acepte de corazón lo acordado.

“El Gobierno, por su parte, ha dado pruebas de muy sincera y buena voluntad para llegar a este arreglo, lo que, a no dudarlo, es la mejor garantía de que se ha iniciado una era de conciliación que nos llevará con la ayuda de Dios, a la paz verdadera, con tal que sea sin­cera nuestra cooperación.

“Este arreglo no está en contradicción con lo que en materia dog­mática han dicho y enseñado el Papa y el Episcopado Mexicano; no significa sino la aceptación de las consecuencias de un hecho aconsejado por los principios de la moral cristiana, y más cuando las leyes, según la declaración del Señor Presidente, no se han de enten­der y aplicar o interpretar dentro de un espíritu de apasionamiento y sectarismo, sino por el contrario, dentro de un espíritu compatible con la existencia de hecho y libertad de la vida de la Iglesia.

“Queda a los Prelados, sacerdotes y fieles, expedito el derecho oficialmente reconocido en las declaraciones presidenciales, de pedir, sin la necesidad de formar ningún partido político, las reformas de la ley en el sentido de las peticiones presentadas anteriormente a las Cámaras.

“La solución definitiva se conseguirá sin duda alguna, pero sin apresuramientos indebidos, porque los males de un siglo no se han de curar en un día; sin apasionamientos que agrien los ánimos, por­que debe ser fruto de acercamiento y de concordia sin radicalismos que no son de la época; y sobre todo, se conseguirá de Dios, árbitro de las Naciones y Señor de las voluntades, y por medio de la Acción Católica que el Papa ha promovido con tanto celo desde el principio de su pontificado.

“Sinceramente pedimos que nadie tache a la Iglesia de mezclarse indebidamente en política por las gestiones indispensables de la mis­ma para conseguir la solución definitiva que todos anhelamos, pues repetiremos lo que tantas veces hemos dicho: no es el ánimo de la Iglesia poner o quitar gobiernos, ni declararse en favor de ningún candidato político, sino más bien el de robustecer el principio de auto­ridad y aceptar de grado la libertad que necesita de manos de cual­quier gobierno.

“Hemos ofrecido cooperar con el Gobierno en todo esfuerzo justo y moral encaminado al bienestar y mejoramiento del pueblo. Para probarlo en la práctica, cuidarán los sacerdotes y fieles de atender con docilidad y abnegación las instrucciones que para tan saludable fin dicte el Episcopado.

“Demos gracias a Dios de todo corazón por este paso dado en la pacificación de los espíritus. Pidámosle que Él continúe y termine su obra, y cooperemos todos con la oración, el buen ejemplo y la caridad cristiana, que a nadie excluye de la esfera de su amor, a apresurar el día de la paz sólida y verdadera entre la familia mexicana, con María Santísima de Guadalupe como su Madre y Señora, y con Cristo como su Soberano y su Rey. Todo esto lo alcanzaremos del Espíritu Santo, a quien los Prelados mexicanos hemos consagrado nuestras diócesis con toda confianza, para que El nos una a todos con los dulces vínculos de la Caridad”.

Dada en México el 25 de junio de 1929

+ Leopoldo Ruiz

Arzobispo de Morelia, Delegado Apostólico.

 

Esta carta magistral, que tal vez no fue entendida por la inmensa mayoría de los que la leyeron, compendia con suma claridad toda la significación de los arreglos de junio de 1929. No está resuelto defi­nitivamente el conflicto religioso, porque su solución única y defini­tiva, debe ser el reconocimiento legal de la Iglesia, de su jurisdicción, de su jerarquía, de sus derechos: se ha encontrado un “modus viven­di”, un término medio establecido sobre la buena y sincera voluntad, que puede llevar a una separación amistosa entre el Estado y la Igle­sia. Las declaraciones oficiales y las conferencias tenidas entre el Es­tado y la Iglesia cambiaron substancialmente el problema, hicieron lícita la reanudación de los cultos, e hicieron terminar la persecución violenta a la religión católica y cívica. Toca el llegar por los medios no ya de una legítima defensa, puesto que el ataque actual ha cesado, sino por los medios de una acción cívica vigorosa y legal, a la solución definitiva del conflicto, por medio de la reforma de las leyes.

 

VII

La actitud del Sumo Pontífice desde 1926 hasta 1929, fue una e invariable. Desde un principio comprendió que bajo las leyes me­xicanas la Iglesia no podía ejercitar sus funciones espirituales sin faltar a la conciencia y escandalizar al pueblo mexicano; por eso ex­pidió el telegrama de julio de 1926. De modo terminante prohibió al Episcopado y al clero mezclarse en política, y más aún en la lucha ar­mada, para defender a la Iglesia; pero dejó expedito el campo de los católicos para que ellos emplearan todos los medios lícitos. En el transcurso del conflicto se fue dividiendo la opinión de los católicos, tanto en México como en el extranjero, acerca del modo como debía recobrarse la libertad perdida. Según muchos, el único camino viable era la reforma inmediata de la ley, y para lograrlo, la resistencia ar­mada, a fin de obtener un cambio de régimen, o un cambio de actitud en el régimen imperante. Otros por el contrario, pensaban que era ne­cesario cesar en toda actitud de oposición al gobierno y procurar por medio de la persuasión la reforma de las leyes, debiendo la Iglesia estar dispuesta, aún a reanudar los cultos antes de dicha reforma, con tal que esto pudiera lograrse salvando los principios y con las garan­tías necesarias. Ambos modos de pensar eran legítimos.

El Santo Pa­dre se mostró siempre superior a todas las diferencias y, atento sólo al fin, la reforma de las leyes, y a la licitud y eficacia de los medios para llegar a él, dejó que los católicos pensaran libremente e hicie­ran los esfuerzos lícitos, que creyeran útiles, pero por su parte se mostró desde un principio dispuesto a escuchar proposiciones razona­bles.

Cuando las negociaciones empezaron a presentarse con alguna mayor seriedad exigió, como era justo, para condescender con la reanudasen de los cultos antes de la reforma de la ley, que esas nego­ciaciones tuvieran un carácter oficial, que el arreglo temporal estuvie­ra basado en algo admisible, a su juicio, por la Iglesia, que se dieran las garantías debidas al ejercicio del derecho de los católicos de pedir la reforma de las leyes, y que la concordia se hiciera sobre el funda­mento de sincera y buena voluntad, y de completa amnistía para los que habían luchado para obtener sus derechos.

Durante las negocia­ciones de junio de 1929 fue público y notorio que constantemente se estaba enterando al Pontífice y que su Delegado estuvo esperando de él la última decisión. Las pláticas entre los Prelados y el Presiden­te de la República, tenían, de hecho, el carácter de oficiales y solem­nes. Las declaraciones del licenciado Portes Gil establecían un “modus vi­vendi” que parecía admisible como cosa temporal y a la vez recono­cían a los católicos el derecho de petición; el Papa encontró garantías suficientes; las conversaciones se señalaron por su carácter de amis­tosa y buena voluntad mutuas; y, finalmente, el Presidente accedió a la condición de amnistía para todos, que por encargo expreso del Papa, se puso para firmar el arreglo.

El Papa, pues, veía cumplidas sus condiciones, y por eso y por evitar el mal espiritual del pueblo católico y lograr el bien de Mé­xico, aprobó lo pactado; pero no es de extrañar que no haya mani­festado aún su regocijo, porque el conflicto queda en pié.

 

VIII

Terminadas felizmente las conferencias entre el Estado y la Iglesia, y hechas por ambas partes las declaraciones oficiales que dejamos transcritas, anunció el Delegado Apostólico la reanudación de los cultos conforme a las leyes interpretadas y aplicadas en el espíritu no de intromisión de la autoridad civil en el régimen interior de la Iglesia o en el desempeño de sus funciones espirituales, sino en un espíritu de amistosa y buena voluntad. Dieron los Prelados en los días siguientes los pasos respectivos, y por su parte la Secretaría de, Gobernación facilitó la reanudación de los cultos con la pronta devolución de los templos.

Es claro que no era posible una reanudación inmediata en todos los Estados y pueblos de la República; era natural que la reanudación de los cultos se fuera haciendo progresivamente, entre otras muchísimas razones para no retardar a los católicos el momento de poder cumplir con sus obligaciones religiosas y no dejarlos más tiempo privados de los auxilios espirituales de la religión, que era la principal razón de los Prelados al intentar el arreglo. Providencialmente, este hecho sirvió para excitar y mantener por más tiempo el entusiasmo religioso: cada apertura de un templo era un verdadero acontecimien­to, una verdadera entrada triunfal de Jesucristo en sus Iglesias, una explosión de fe y de veneración a la Iglesia, un acto de desagravio y de glorificación a Jesucristo. Como acontecimientos dignos de men­ción, no nos detendremos sino en recordar la misa solemne celebrada en la Profesa de México, y a la que se invitó a todo el Cuerpo Diplo­mático, y las grandiosas manifestaciones habidas en los templos de San Felipe, de San Francisco y sobre todo en el de la Basílica de Nues­tra Señora de Guadalupe.

En este venerado santuario dieron inme­diatamente gracias a Dios por el feliz éxito del arreglo el Delegado Apostólico y monseñor Díaz. La multitud invadió materialmente el templo, y las aclamaciones y muestras de simpatía y respeto a los Prelados, mostraron que el pueblo de México, durante la dura perse­cución lejos de perder su fe, o alejarse de sus pastores, estaba más unido con ellos, y literalmente hambriento de los actos de culto, de los sacramentos y de la predicación.

Desgraciadamente, la buena y sincera voluntad del Presidente no fue secundada por los elementos más radicales de la administra­ción anterior: varios Gobernadores no obedecieron las órdenes del centro, y aun hasta la fecha en algunos Estados no se han reanudado los cultos, y en otros se han creado ficticias dificultades para pro­ceder a la terminación de las medidas persecutorias. Creemos sin­ceramente que de estos hechos no puede culparse al Gobierno Fede­ral, sino a la falta de disciplina, y al jacobinismo de algunos elemen­tos políticos de los Estados. El más notable en este sentido, cuya actitud despertó las iras aun de muchos enemigos de la Iglesia, fue el ex-Secretario de Gobernación, [Adalberto] Tejeda, quien envió un violento tele­grama al Presidente, diciéndole que esperaba que sabría vencer ese nuevo ataque de la ‘reacción’, prometiéndole su ayuda en forma tal, que no pocos vieron en sus palabras una velada amenaza contra el Presidente, si se solucionaba el conflicto religioso. El mismo Tejeda reafirma y amplía su telegrama, en otro dirigido al senador Manlio Fabio Altamirano el día 21 de junio, en el que declara su actitud fun­dándose en su íntima convicción de que el clero ha sido siempre en México el enemigo de las instituciones y del bienestar nacional.

Es­tos desahogos de uno que otro jacobino no lograron perturbar el jú­bilo que se apoderó y fue cada vez creciendo más en la población ca­tólica de México, y aun en todos los mexicanos al ver reanudados los cultos: si hasta entonces había habido, como dejamos indicado, di­versidad de criterios, desde el 21 de junio todos los católicos, dando un ejemplo, digno de ser tenido en cuenta, de sumisión y organiza­ción, acatan sincera y alegremente la decisión del Papa.

 

IX

La Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa no po­día menos de mostrar su espíritu de disciplina y de sumisión cons­ciente y filial a las decisiones de la Santa Sede y del Episcopado; y la muestra que dio de esas virtudes fue la mejor contestación que quiso dar a algunos elementos que, sin conocerla a fondo, la critica­ban duramente en aquellos días, pretendiendo ver en su actuación no sabemos qué radicalismos blancos, qué intransigencias, que habían de oponerse a todo arreglo.

El 22 de junio, fecha en que se publicaban las declaraciones ofi­ciales del Presidente y del Delegado Apostólico, aparecían también las siguientes declaraciones de la Liga, insertadas en el Excélsior:

 

“El Comité Directivo de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa declara su incondicional, sincera y filial sumisión a las re­soluciones de Su Santidad el Papa Pío XI con motivo de la cuestión religiosa de México; y aprovecha esta oportunidad para hacer público sus sentimientos de respeto y adhesión al señor Delegado Apostó­lico y al Episcopado mexicano”.

 

Era la declaración sincera y espontá­nea, por muy opuestos que se quieran suponer a sus ideales y tenden­cias los sucesos que acababan de tener lugar, de la rectitud de intención, carencia de pasiones o ambiciones políticas, de su adhesión y sumisión a las autoridades eclesiásticas, del valor intrínseco de la aso­ciación, de su disciplina y organización.

Los arreglos celebrados entre la Iglesia y el Estado venían evi­dentísimamente a plantear más de un problema de difícil solución en el funcionamiento y actuación de la Liga: México puede estar or­gulloso de que sus asociaciones católicas hayan dado en esta ocasión muestras de un rendimiento y una disciplina, que bien pueden envi­diarle naciones mucho más organizadas. Estos problemas, entre los que se encontraba el movimiento libertador, y toda la actuación de de­fensa, que entonces desplegaba la Liga, fueron en los días sucesivos estudiados a fondo y, para manifestar públicamente sus tendencias y el programa nuevo que las circunstancias imponían; la Liga, com­prendiendo desde el primer momento toda la significación del “modus vivendi”, y el camino que habían de recorrer los católicos para lle­gar a la solución del conflicto, lanzó el manifiesto que  continua­ción vamos a resumir.

Después de dedicar unas cuantas palabras a recordar lo que es la Liga y cómo las circunstancias la hicieron salir de su esfera propia de acción cívica para organizar el movimiento libertador; después de hacer mención de los arreglos celebrados entre la Iglesia y el Es­tado y reiterar su declaración de que nunca la han movido pasiones o ambiciones políticas, añade:

 

“…porque, según expresa declaración del mismo excelentísimo señor Delegado Apostólico, que los hechos comienzan parsimoniosamente a demostrar, se ha abierto una brecha para llevar a cabo por medios normales, la completa reconquista de hecho y de derecho, de nuestras libertades esenciales; porque ya se tiene, si no de derecho, al menos de hecho, parte de la libertad de cultos, que es la que el pueblo de un modo más inmediato necesita; porque en esta áspera y cruenta lucha se ha logrado infundir en el alma nacional una formidable y honda pasión por llevar a cabo esa reconquista y no habrá poder humano que pueda arrancársela; por­que como católicos tenemos plena confianza en la alta y delicada pru­dencia del Soberano Pontífice y de su firmeza, la Liga estima que ha llegado el momento decisivo de cesar en la lucha bélica, para ir a consagrarse a otra clase de actividades normales, que redunden siempre en bien de la Patria y de nuestra fe”.

“No correspondió -añade el manifiesto-, al Venerable Episcopado, ni mucho menos a la Santa Sede, responsabilidad alguna en esa lucha bélica… La Liga sabe perfectamente que la Iglesia ha permane­cido ajena en absoluto al movimiento armado, sin impulsarlo, ni de­tenerlo: no se le ocultan las razones que, según algunos, pudieran hacer necesario proseguir la lucha... Atendiendo a todo ello (a que el arreglo religioso aún no es completo, y quedan por conquistar las demás libertades cívicas inscritas en el problema de la Liga), y a que sólo se ha iniciado un acomodamiento entre el pueblo mexicano y los que mandan, ¿sería prudente, sería patriótico, seria humano que la Guardia Nacional y la Liga, para reivindicar y reconquistar esas otras libertades, determinase el sostenimiento de la acción ar­mada? He aquí el grave 'problema que hay que resolver”.

 

La Liga tenía ante sí un grave problema, cuya responsabilidad tenía que asu­mir íntegra. Pero como no había encauzado el movimiento libertador con miras ambiciosas, sino con la intención sanísima de salvar a la patria; en el momento en que vio en el Gobierno un primer paso hacia la paz, en el momento en que comprendió que el Santo Padre y el Episcopado abrigaban esperanzas de una reconquista definitiva; no dudó en adherirse a esta tendencia pacifista, que no se le impo­nía, y volvía a tomar su puesto en las filas de la acción cívica, fiando plenamente en la entereza del pueblo católico, en la sabiduría de la Iglesia y en la protección de Dios.

Pudo, pues, al dar orden de cesación del movimiento armado, decir en su manifiesto: “Con esto la Liga da pruebas de que no está inspirada de ningún radicalismo blanco… aquí no hay problema político, no hay cuestión ninguna sobre formas de gobierno, ni se pre­tende, ni se ha pretendido, valerse de la Religión para obtener por su medio transformaciones de carácter temporal de la cosa pública”.

Termina la Liga su manifiesto con una excitativa a todos sus miembros a intensificarla acción cívica, con palabras cálidas de entusiasmo para sus heroicos colaboradores, especialmente para la ab­negada mujer mexicana, y con un cántico de admiración para los que sucumbieron en el campo de batalla.

Ocupó sin duda alguna la Liga en estas circunstancias el lugar que le correspondía, atenta su gloriosa historia; contribuyó en la medida de sus fuerzas para unificar a los católicos; no fue un obstáculo para que el acercamiento logrado entre la Iglesia y el Estado diera los frutos que de él se esperaban; facilitó al mismo Gobierno su labor de consolidación nacional, contribuyendo como nadie a. la pacificación militar, tan inútilmente procurada durante tres años por medio de la violencia.

 

X

Y si es digna de alabanza la conducta de la Liga en esta ocasión, no lo es menos la de la Guardia Nacional. Por mucho tiem­po se creyó que el espíritu bélico de sus miembros, que el noble ardor que en ellos engendraban los sacrificios hechos y la sangre de sus hermanos, muertos en el campo, el mismo alejamiento de los medios de información, natural en los campamentos, y que dificultaba hacer entender a los soldados católicos tal naturaleza de los arreglos entablados, y otras causas análogas, serían obstáculos serios para que la voz de la Liga mandando suspender las hostilidades, fuera obedecida por los libertadores. Pero estos temores fueron vanos; porque los soldados católicos que supieron luchar como buenos, supieron también en el momento oportuno obedecer sin réplica, y deponer las armas. Ni una protesta, ni una desobediencia, ni una rebeldía. Señal manifiesta de que no eran bandidos, de que no luchaban por medro personal. Y este fenómeno de una rapidísima pacificación en pocas semanas, de un movimiento que no había sido dominado hasta enton­ces, no puede explicarse por suponer cansancio o agotamiento en los combatientes, ya que nunca estuvieron mejor organizados y disci­plinados que en esa ocasión y, con fundamento o sin él, lo cierto es que en aquellos instantes abrigaban mayores esperanzas que nunca de éxitos militares.

La primordial causa de la pacificación del país se debe sin duda al acercamiento entre la Iglesia y el Estado, y al espíritu de patriotismo desinteresado de los libertadores, como leal­mente lo están reconociendo muchos jefes de armas. Pero es justo advertir que se debió también en buena parte a la sinceridad con que el Gobierno del Centro, y muchos jefes de operaciones, aunque des­graciadamente no todos, procuraron facilitar a los libertadores un licenciamiento honroso.



[1] Adalberto Tejeda.

 

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