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Pastoral del ilustrísimo señor arzobispo de Guadalajara
A la vuelta de su destierro (1ª parte)

+Pedro Espinosa y Dávalos[1]

 

Como complemento al estudio de la Relatio ad limina hecho el número inmediato a este Boletín, se publica íntegra, por su carácter excepcional, la descripción que el último obispo y primer arzobispo de Guadalajara hace del exilio de tres años que sufrió debido a la inquina de la facción liberal

Vos autem benedicite Deum, et narrate omnia mirabilia eius

Tobiæ II

Nos, el doctor don Pedro Espinosa, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica arzobispo de Guadalajara, prelado domésti­co de Su Santidad y asistente al Solio Pontificio.

Al muy Ilustre señor Deán y Cabildo de nuestra Igle­sia Metropolitana, a los venerables párrocos y demás sacerdotes con los otros individuos del clero y fieles de nuestra diócesis, salud y paz en el Señor.

Gracias inmortales sean dadas al Soberano Autor de todo bien, que se ha dignado mirarnos con ojos de piedad yescuchar benigno las continuas fervientes súplicas de tantas almas justas que suspiraban por la vuelta de su pastor. Sea una y mil ve­ces bendito nuestro misericordioso Padre y Dios de todo consue­lo, que no nos abandonó en la tribulación, que nos dio fuerzas para no sucumbir bajo el peso de tantos males, que enjuga las lágrimas de sus hijos, y hace que después de la tormenta se restablezca la quietud y serenidad. Alábenlo los ángeles y santos del cielo, su adorable nombre sea ensalzado por todos los pueblos y naciones de la tierra: “Non deléctaris in perditionibus nostris, quia post tempestatem tranquillum facis, et post lacrymationem et luc­tum exultationem infundis. Sit nomen tuum, Deus lsrael, be­nedictum in sæcula”. Tobiæ 3.

Nunca podíamos ni debíamos olvidaros, carísimos hermanos e hijos nuestros en Jesucristo: “nuestro cuerpo estaba ausente, pero nuestro corazón no se apartaba de vosotros”(Ad Colos 2), y mu­chas veces os habríamos dirigido nuestras letras pastorales durante el dilatado tiempo de nuestro destierro, ya exhortándoos a manteneros firmes en la santa religión de nuestros padres, ya dándoos algunas convenientes instrucciones para preservaros del sin número de perversas doctrinas que con el mas decidido empeño procuraban los apóstoles del error introducir y propagar así en las ciudades mas populosas como en los lugares mas pequeños.

Mas, ¿qué podíamos hacer, no estando en nuestro arbitrio superar las dificultades que impedían llegar a vosotros las cartas de vues­tro pastor? Apenas se logró que circulase entre unos pocos la que dimos en esta Ciudad de México a 3 de noviembre de 1860; y ni aun eso poco se consiguió con la escrita aquí mismo en 15 de enero del año siguiente, ni con la que un poco después os dirigi­mos de Nueva Orleans, su fecha a 6 de marzo. Obligado pues, a pesar de nuestro deseo, a no escribir lo que no nos era dado hacer llegar a vuestras manos, nos limitamos a encomendaros diaria­mente al Señor, pidiéndolo en el santo sacrificio de la misa por un pueblo que nos es tan caro, por la salud de unas almas de que se nos tomará estrecha cuenta en el tribunal divino.

La Divina Providencia, que dispone y ordena todos los sucesos, y que de los mismos males que permite sabe sacar bienes, dispuso que los primeros meses del destierro los pasásemos en Norteamérica, y esto nos sirvió para conocer y admirar los progresos de la religión católica en un país en que apenas era conocida a principios del presente siglo, y que aunque no se le protege, tam­poco se le persigue, lo menos en estos últimos años.

Visión de Norteamérica[2]

Cinco meses estuve en los Estados Unidos, demorando más o menos tiempo en Nueva Orleans, Filadelfia, New York, y aunque de paso en Louisville y Cincinnati. Procuré ver cuanto pude relativo al estado que guarda el catolicismo en aquel país, y también informarme, ya por los papeles públicos, ya por varios ilustrísimos prelados y otras personas. Esto me hizo conocer que allá no se piensa lo mismo algunos de por acá en orden a tolerancia, libertad, progreso, etcétera. Y cuando en Mé­xico nuestros progresistas cierran los noviciados, expulsan de sus claus­tros a los religiosos y a las monjas y se apoderan de sus conventos para impedirles que en lo sucesivo se puedan volver a reunir, en Norteamérica viven en comunidad y sin que nadie los moleste, sesenta y cuatro monjes de la Trapa (Getsemaní), ciento cincuenta monjes benedictinos de la diócesis de Pittsburgh; dos provincias de jesuitas, cuyo solo nombre es­panta a nuestros tolerantes,que quisieran acabar con todos ellos: religiosos franciscanos laicos, lazaristas, redentoristas, hermanos de la doctrina cristiana, etcétera, todos estos, unos en Nueva Orleans, otros en Filadelfia, Boston, Nueva York, Pittsburg, y otros puntos, y algunos de ellos con el hábito de su Orden.

Hay también monjas ursulinas y ricamente do­tadas, domínicas, del Sagrado Corazón, terceras del Carmen, mercedarias y otras semejantes, en fin; allí había ya en fines de 1860 hasta cien insti­tutos o conventos de religiosos y ciento setenta y tres de religiosas. En Norteamérica no se prohíbe al clero la enseñanza de la juventud, ni se cierran sus seminarios, pues saben muy bien el significado de las pala­bras enseñanza libre y por eso en fines del citado año de 1860 tenia el cle­ro cuarenta y nueve institutos eclesiásticos y en ellos cuatrocientos no­venta y nueve jóvenes para ordenarse; noventa y nueve institutos litera­rios para jóvenes, doscientas doce academias para niñas; trescientas trein­ta y tres escuelas gratuitas de niños, con veintisiete mil novecientos cua­renta pupilos; trescientas veintisiete escuelas, también gratuitas, de niñas, con veintinueve mil seiscientas sesenta y una pupilas.

Allí no se de­muelen los templos católicos, ni se ofrecen a los protestantes para que establezcan su culto; antes bien se erigen otros nuevos en crecido núme­ro, y más de una vez los mismos protestantes han ayudado con sus li­mosnas para levantarlos; ciento veinticuatro se estaban construyendo en dicho año, fuera de las dos mil quinientas diez y siete iglesias y mil dos­cientos setenta y ocho, entre capillas y oratorios, que ya contaba el culto católico. En la misma fecha se contaban en las cuarenta y ocho, entre diócesis y vicariatos apostólicos, veintiocho hospitales, ciento dos asilos de huérfanos, con seis mil ochocientos noventa y tres de estos, y cien ins­titutos de caridad y beneficencia, sin que el Gobierno pensase en apropiarse ninguno de estos establecimientos. Allí, con sólo llamarse los obispos y las monjas propietarios, se respetan los bienes eclesiásticos, y ya en 1858 ascendía su valor a veinticinco millones. En una palabra, allí vi muchas cosas que nuestros progresistas calificarían de contrarias a las lu­ces y espíritu del siglo, tales fueron las procesiones públicas del palacio arquiespiscopal a la catedral, en Nueva York en los días 2 y 9 de junio de 1863, con motivo de la apertura y terminación del Concilio provincial. A esas procesiones asistimos dos obispos mexicanos, con los ocho que formaban el Concilio; todos íbamos con mitra y pluvial bajo de la cruz, y también multitud de sacerdotes vestidos de casulla, cantando to­dos el Miserere, en medio de un inmenso pueblo que llenaba las calles del tránsito y el templo. Nada extraño es que se vean estas y otras muchas cosas en un país cuyo gobierno, aunque no es católico, ninguna prevención tiene contra el catolicismo, pues sabe muy bien la gran diferencia que hay entre la tolerancia y la persecución, entre tolerar todos los cultos y pedir la abolición del católico.

De los Estados Unidos pasé a Inglaterra, en donde sólo estuve seis días, tiempo muy corto para poder adquirir todas las noticias que desea­ba. Sin embargo, desde entonces supe que los jesuitas cuya comunidad era ya de diez y ocho, tienen el colegio de Stonyhurst con más de doscien­tos alumnos internos; cercano a este establecimiento hay un convento de monjas domínicas, y cerca de Londres otro del Sagrado Corazón. Por las noticias que da Margotti en su obra titulada Roma y Londres,año de 1858, las iglesias y capillas católicas que ya había cuando él escribía pasaban de 730, y seguían fabricándose otras nuevas; el número de sacerdotes llegaba a 990; comunidades de religiosos eran 24, y los de religiosas, 106. Si se observaran, dice, las leyes existentes, el que admitie­se una persona a hacer los votos religiosos, sería condenado por eso só­lo a seis meses de cárcel; mas como en Inglaterra es costumbre que las leyes antes de ser abrogadas dejan de ser puestas en práctica, no sólo no se teme la ley citada, sino que se ha introducido el uso de hacer tomas de hábito y profesiones de monjas hasta en las iglesias públicas. Son también permitidas las procesiones públicas, aun llevando enarbolada la cruz o los estandartes con imágenes, inscripciones o emblemas católicos, con tal que los sacerdotes no lleven sobrepelliz; y todos los años se ven procesiones de esta clase en Manchester, Liverpool, Birmingham y otras ciudades. Por lo que hace al vestido común de los sacerdotes, estos usan el alzacuello y unos levitas cortos con botonadura, de manera que no se confunden con las personas seglares. Y aun en cuanto al uso de as campanas, empezaron por poner una sola en los campanarios, y aho­ra tienen muchas en algunos lugares, como en Birmingham. Todo lo dicho manifiesta que tampoco en la protestante Inglaterra se llevan las cosas al extremo a que quieren llevarlas algunos de nuestros políticos, sin embargo de que allí la religión del gobierno es la anglicana, y que la to­lerancia en favor del culto católico está muy lejos de ser tan absoluta co­mo en Norteamérica, en donde es igual la libertad concedida a todos los cultos. En Inglaterra, lo mismo que en Norteamérica, a ningún sa­cerdote católico se le obliga a absolver en el tribunal de la penitencia ni a administrar cualquier otro de los sacramentos a los que en su concien­cia tiene por indignos; goza, además, de completa libertad en el púlpito, y de tanta por la imprenta, que se puede impugnar la autoridad espiritual de la reina, o la justicia de cualquiera ley civil de palabra por escrito.[3]

Estuve también tres días en Marsella y algunos meses en París y en ambas ciudades vi aun en las calles religiosos domínicos, franciscanos, capuchinos y otros, todos con el hábito de su orden; a los sacerdotes se­culares con su hábito talar; iglesias que se están reedificando y otras construyéndose de nuevo. En Marsella vi dos procesiones públicas, y en ellas multitud de hermandades y cofradías; oí también repiques. En París, Bourdeaux y otras ciudades de la Francia hay conventos de domí­nicos, trapenses y de otras religiones, y no por cierto muy escasos, cuan­do solo de jesuitas hay tres provincias, y la principal de ellas tiene hasta mil doscientos individuos. En sólo París se cuentan diez y seis entre conventos y colegios de hombres, y cincuenta y cinco comunidades de mujeres. Tampoco allí se cree que esos establecimientos religiosos sean opuestos a las luces espíritu del siglo; no es ya la Francia de hoy la de 1793, y los que se la proponen por modelo en su desastrosa revolución de fines del siglo próximo pasado andan un poco atrasados en la vía del progreso. Pero lo que mas admira es, que aquel clero detesta ya los cuatro famosos artículos de 1682, convencido de que no son las libertades sino la servidumbre de la iglesia galicana. Tenemos, pues, que ni en los Estados Unidos, ni en Inglaterra, ni en Francia, las naciones más ilustradas del viejo y del nuevo mundo, se piensa lo mismo que algunos de nues­tros políticos acerca del progreso, tolerancia, libertad, etcétera. ¡Ojalá y estos señores procurasen informarse mejor de lo que pasa en esas naciones!

A las puertas de los Apóstoles

Nos dirigimos en seguida a la capital del orbe cristiano, donde tuvimos el placer, tan grato a un obispo y a cualquier otro católico, de postrarnos a los pies del Máximo Vicario de Jesucristo, del gran Pontífice Pío IX, de ese ángel que Dios en su misericordia ha puesto a la cabeza de su Iglesia para que la rija y gobierne en las presentes tristísimas circunstancias: lo saludamos varias veces, a nombre nuestro y de toda la diócesis de Guadalajara; le manifes­tamos vuestros padecimientos, vuestra fe, vuestra piedad, vuestro sincero filial afecto al Padre común de los fieles Y Su Santidad escuchaba enternecido la relación que le hacíamos, sus paternales entrañas se conmovían al saber las aflicciones de sus hijos, su solicitud pastoral lo hacía interesarse por la salud de unas almas que el Supremo Pastor puso a su cuidado y que corrían grave peligro de perderse.

En las cinco veces que se dignó darnos audiencia, le rogábamos con el mayor encarecimiento que encomendase al Señor toda es­ta porción del rebaño de Jesucristo, tanto más digna de atención cuanto más distante de la Iglesia matriz, y que sufría todos los males consiguientes al destierro de su obispo; y en las circuns­tancias mas críticas le suplicábamos os bendijese noche y día, franquease en favor vuestro el inagotable tesoro de las indulgencias. ¿Y cómo había de negarse a nuestras rendidas suplicas un Pontífice tan bondadoso, cuyo celo por la salud de todos es tan ar­diente, y que ama con especial ternura a los mexicanos? Al ins­tante que se lo pedimos, mandó extender el decreto por el que, como ya os lo han hecho saber los señores Gobernadores de la Mitra, concede in perpetuum dos indulgencias plenarias cada mes, una para el jueves último y otra para el día ocho, a todos los que, pre­via confesión y comunión, visitaren cualquiera iglesia de la dióce­sis, haciendo allí oración por la exaltación de nuestra santa fe cató­lica, extirpación de las herejías, paz y concordia entre los príncipe cristianos. Nos concedió igualmente que por siete años haya en cada templo parroquial un altar privilegiado. Renovó y prorrogó to­das las facultades que nos tenía concedidas en beneficio de los fieles, y nos concedió otras nuevas. Conociendo la vasta extensión de la diócesis y las dificultades que había para el más exacto desempeño del ministerio pastoral, se dignó darnos un obispo auxiliar, mientras se llevaba a cabo la división y erección de la de Za­catecas. Ardua empresa sería consignar en una carta todas las gracias que nos ha hecho y los favores que nos ha dispensado el señor Pío IX, ese hombre angelical, cuya amabilidad y dulzura se atrae los corazones de cuantos le tratan, y aun de sus mismos ene­migos.

Uno de nuestros primeros deberes como prelados de esta dióce­sis era dar cuenta a Su Santidad de la conducta que habíamos observado en tiempos tan difíciles, y las pastorales y circula­res que íbamos dando relativas a las llamadas leyes de reforma. ¡Cuánto fue nuestro placer al oír de la boca del Vicario de Jesucristo la aprobación de todo lo que habíamos hecho, y que nos alentaba y exhortaba a continuar el mismo camino sin desviarnos un ápice! Grande fue nuestro consuelo, indecible nuestra alegría, al escuchar tales palabras de los labios de aquel a quien fue di­cho confirma a tus hermanos.

La capital de los Estados Pontificios

¿Qué más nos pasó en aquella ciudad, capital no de Italia sino de todo el orbe católico? ¿Qué más vimos allí? ¡Oh, Roma, Roma, centro del verdadero cristianismo, residencia del Padre común de los fieles, en la que ninguno de ellos es extranjero, porque ningún hijo lo es en la casa de su Padre! Cuán grata es tu memoria para el católico que una vez te conoció: “Dése al olvido mi diestra, péguese mi lengua al paladar si me olvidase de ti, ciu­dad santa” psalm. 136.

No hablaremos de los restos del anti­guo palacio de los Césares, ni de los arcos triunfales erigidos para celebrar sus victorias y conquistas, ni del Capitolio, ni de tantos otros monumentos que recuerdan la magnificencia de aquella opu­lenta ciudad capital del mundo hasta entonces conocido y que no obstante toda su grandeza y ser el centro de todos los errores del paganismo,[4] se propuso conquistarla para Jesucristo un po­bre pescador de Galilea, sin recursos humanos de ninguna especie, ni mas armas que una cruz; y lo consiguió, y logró hacer discípula de la verdad a la que era maestra del error. No, hermanos carísimos, no nos ocuparemos de lo que fue Roma pagana y de sus grandezas; hablaremos sí, de Roma cristiana y de lo que en ella llama la atención de los católicos.

Allí, en el centro de la hermosísima plaza del Vaticano, se ha­lla colocado el antiguo obelisco de Nerón, que en tiempo del pa­ganismo fue testigo de los mas inauditos tormentos que se hacían padecer a los cristianos; y que ahora lleva en su cúspide el sagrado signo de nuestra redención, y se leen en su granito aquellas inmortales palabras Cristo reina, Cristo impera.

Existe todavía la Rotundao templo que en aquellos siglos era panteón de los dioses del gentilismo, y que la Roma cristiana tiene consagrado ahora al único verdadero Dios del cielo y de la tierra.

Se conserva asimismo el inmenso anfiteatro o coliseo, cuyo pavimento fue regado con la sangre de millares y millares de mártires, entregados a las fieras para servir de diversión al pueblo rey, que se complacía en presenciar los horribles padecimien­tos y agonías de otros hombres que morían despedazados por los leones y los tigres. La religión ha consagrado ese anfitea­tro, colocando una cruz en medio de él, y convirtiéndolo en vía sacra, adonde concurren innumerables, no ya para divertirse con tan sangrientos espectáculos, sino para regar con sus lágrimas aquel suelo y meditar en la pasión del Hombre Dios, que se ofreció víctima por la salvación de todo el género humano, y aun de los mismos que lo crucificaban.

Recordamos también las catacumbas, aquellos dilatados y oscuros subterráneos, en que los primitivos fieles se reunían para la celebración de los sacrosantos misterios cuando arreciaba la persecución. Se conservan todavía las antiquísimas pinturas que representan a nuestro divino Salvador y a sus santos, y son un do­cumento irrefragable contra las pretensiones de los iconoclastas, y nos demuestran que en los primeros siglos no se creían ilícitas las sagradas imágenes Existen aun las lámparas con que se alum­braban en aquellas tinieblas, así como las capillas y mesas de los altares para la celebración de la misa, los sepulcros de los márti­res y las piedras que se les ataban para arrojarlos al Tíber. Allí descansan las venerables cenizas de aquellos héroes del cristianis­mo que ahora reinan con Dios en el cielo, y merecieron con pa­decimientos transitorios ymomentáneos, una gloria que nunca ha de acabar.[5] Ellos confunden nuestra cobardía y nos alien­tan con sus ejemplos, ellos nos invitan desde las celestiales mo­radas a que los sigamos para ser compañeros suyos por toda una eternidad, ellos nos dicen: “¿Qué no podréis hacer lo que noso­tros pudimos? Éramos también frágiles y miserables, del mismo barro que vosotros, sujetos a las mismas pasiones, expuestos a iguales y aun a mayores peligros; y sin embargo todo lo pudi­mos con la gracia del Señor. Pues también vosotros tenéis el mismo Dios, las mismas gracias, los mismos sacramentos podéis, como nosotros, vencer si queréis al demonio, al mundo y a la carne, y merecer la corona de la inmortalidad”.

Visitamos la cárcel mamertina, en que estuvieron presos san Pedro y otros santos; prisión subterránea, estrecha, malsana, en la que parece imposible pasar veinticuatro horas sin morir. Ve­neramos las cadenas con que ataron al santo apóstol; la parrilla en que fue asado vivo el glorioso diácono Lorenzo, y la lápida en que fue tendido después, así como también su cabeza; el lugar en que fue decapitado san Pablo; aquellos en los que sufrieron el martirio ya estos ya los otros santos. Cada uno de ellos nos traía a la me­moria los triunfos de los mártires cuya constancia no pudieron vencer sus perseguidores.

Adoramos el sagrado madero en que sufrió la muerte el Hijo de Dios; la tabla que sobre él mandó fijar Poncio Pilato, en la cual está escrito en idiomas y con caracteres hebreos, griegos y latinos ‘Jesús Nazareno, Rey de los judíos’; uno de los clavos, algunas espinas, la escala sacra, el santo lienzo llama­do la Verónica,en que imprimió Jesús su sagrado rostro; y así mismo, la púrpura o pedazo de escarlata que le pusieron por mofa los soldados, y la lanza que penetró su santísimo costado. ¿Qué más? Las tablas de la mesa en que instituyó el sacramento de la Eucaristía, y la cuna en que era recostado cuando niño. Vimos también la cruz en que expiró el santo buen ladrón, la mesa en que el Príncipe de los Apóstoles celebraba el tremendo Sacrificio de la misa, la silla o cátedra de san Gregorio Magno, el bautisterio o pila en que recibió el bautismo el primer emperador cristiano, y mil otros objetos venerables a los ojos de un católico, repartidos en los trescientos sesenta templos que contiene la ciudad.

El Vaticano

No siendo posible hablar de cada uno de estos templos, nos limitaremos al principal de ellos, la magnificentísima Basílica de San Pedro; la primera del mundo por su extensión, por la belleza de su arquitectura, por los exquisitos mármoles que cubren sus muros y columnas, estatuas, pinturas, mosaicos, todo del mejor gusto y de gran precio, y que nos está manifestando cual es el sentir de la Iglesia católica en orden al ornato de los templos y sobre lo cual nos dio la primera lección el mismo Jesucristo, escogiendo para la institución de la Eucaristía un cenáculo espacioso y adornado, como refieren san Marcos y san Lucas en el Evangelio. Sin disputa, Dios, que es dueño de todo, no ha menester el oro ni la plata, así como tampoco necesita nuestro amor ni nuestro culto interno, y sin embargo, lo exige como un tributo que le debemos sus creaturas, como un reconocimiento de su soberano dominio, co­mo un testimonio de gratitud a Aquel que todo nos lo ha dado, así en el orden temporal como en el espiritual, alma, cuerpo, ri­quezas y todo cuanto somos y poseemos.

Bajo la altísima cúpula de esta gran Basílica se halla colocado el altar conocido con el nombre de Confesión de San Pedro, ante el cual arden constantemente cien lámparas, y allí se ve siempre multitud de personas que, puestas le rodillas, imploramos del Altí­simo la firmeza en la fe católica, por la intercesión de aquel que la confesó diciendo Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo. En el subterráneo de ese templo tuvimos la dicha de celebrar la santa misa el día que, cumpliendo personalmente con nuestro deber, hi­cimos la visita ad limina Apostolorum, pidiendo a Dios por intercesión del Príncipe de los Apóstoles y de su coadjutor en el apostolado, fortaleciese y corroborase nuestra fe y la de nuestros muy amados diocesanos; y en seguida recorrimos aquellos dilatados subterráneos, y vimos allí los sepulcros de varios santos pon­tífices. Vimos también en uno de los cruceros de esta Basílica diversos confesonarios en que, lo mismo que en otras varias, se oyen las confesiones de los penitentes, a cada uno en su propio idioma: alemán, italiano, español, francés, inglés, etcétera, facilitando así a todo el mundo la confesión de sus pecados para obtener la absolución sacramental.

La canonización de los mártires del Japón

Pero dejemos esto, y omitamos todo lo demás que vimos en diez meses que nos detuvimos en aquella capital del mundo cris­tiano, que casi en todas sus calles presenta a los ojos de un católi­co algún objeto de culto. Os hablaremos ya, amados hermanos en Jesucristo, de la canonización de veintisiete héroes del cristia­nismo, inscritos el 8 de junio de 1862 en el catálogo de los santos que venera la Iglesia; acto solemnísimo verdaderamente extraor­dinario, del que no puede tenerse idea exacta sin haberlo presenciado. Y al hablaros de él, permitidme que comencemos refu­tando, aunque con brevedad, una de las más groseras calumnias que han inventado contra la Iglesia Romana sus detractores, ase­gurando que ella imita al antiguo Senado de Roma pagana, el cual se arrogaba facultades, propias de Dios, de colocar en el cielo a quienes era de su agrado y excluir a los que le parecía. Muy lejos está de eso el Soberano Pontífice al dar el decreto de canonizaciónen favor de aquellos siervos de Dios que nos edificaron con sus heroicas virtudes, cuya santidad ha hecho notoria el Señor por medio de milagros y prodigios. Bien sabe el Vicario de Jesucristo lo que no ignora el menos instruido de los fieles, que sólo entran en el cielo los que conservan hasta el fin la inocencia bau­tismal, y los que habiéndola perdido la recobran por la peniten­cia perseverancia en ella hasta la muerte. Canonización no es ha­cer un santo, sino declarar que lo es, declararlo después de las más escrupulosas y severas averiguaciones acerca de su ejemplar vida, de los milagros anteriores y posteriores a su muerte, in­formaciones minuciosas y prolongadísimas, para las que a veces se necesitan siglos, sin las cuales la Iglesia no procede a declarar la santidad de alguno y colocarlo en los altares a la pública veneración del pueblo fiel; y sin que por ello se entienda que los demás quedan excluidos del reino de los cielos;informaciones tales, que han parecido excesivas a los mismos protestantes que de buena fe se han impuesto de ellas por la lectura de los expedientes. ¿En qué se parece esto a lo que hacia el antiguo Senado de Roma pa­gana? En nada, absolutamente en nada esto es demasiado claro no ha menester mas explicaciones.

Pues bien la Divina Providencia ha dispuesto que, en una épo­ca tan calamitosa como la presente, se diese el decreto de canonización de veintisiete siervos suyos; el uno de la orden de Trinitarios; tres de la Compañía de Jesús; de los restantes, unos de la primera, otros de la tercera orden de Franciscanos, los demás pertenecían a su servicio. Gran Dios Tú, que en otro tiempo exaltaste a Mardoqueo, honrándolo en presencia de sus mismos enemigos que lo perseguían y calumniaban, has querido ahora honrar las órdenes religiosas, esas familias que el mundo siempre ha detestado, que los protestantes tanto aborrecen, que los moder­nos reformadores exterminan donde quiera que las encuentran es­tablecidas, como opuestas al progreso y a las exigencias de un si­glo, que para todo proclama libertad, menos para los votos reli­giosos.[6]

Dispuso igualmente el sapientísimo Dios, que si bien entre esos santos había muchos de treinta y de cuarenta años de edad, se con­tasen también ancianos de sesenta y aún de más, y asimismo jo­vencitos de diez y nueve y aun de quince, y últimamente tier­nos niños de trece y hasta de once; de esta manera nos hace ver prácticamente que cualquiera edad es apta para servido y ganar el reino de los cielos.[7]

Los escogió de diferentes naciones y pueblos: mexicanos, espa­ñoles, nativos de los reinos de Giamasciro, de Gota, de Bigen, de Corea, y de diversas provincias del Japón, porque la patria celes­tial es para todos, sea cual fuere su tribu y su idioma.[8]

Los eligió nobles y plebeyos, ricos y pobres, de la tribu sacerdo­tal, y también de los seglares, así célibes como casados; de entre los que mamaron con la leche la religión, y de entre los recién con­vertidos a la fe; porque para Su majestad no hay acepción de personas, anadie repele de los que lo aman y sirven con fidelidad.

¿Qué más? aquí llamo, hermanos e hijos carísimos, toda vuestra atención si entre esos santos había ángeles de pureza como Antonio de Nagatochi, del todo inocentes, como Luis lbarchi; ejem­plares de virtud desde la infancia, como Miguel de los Santos. También hubo quien por algún tiempo se dejó engañar de Sata­nás, hasta el grado de hacerse insufrible a sus propios padres; mas volviéndose después a Dios con ánimo firmísimo, reparó sus faltas y llegó a ser ilustre por su santidad y por una vida austera y pe­nitente, Felipe de las Casas: y lo mismo hicieron Pablo Suzuqui y Tomás Idanqui, antes pecadores, que eran el escándalo de los fieles, y después fervorosísimos penitentes y hasta hubo alguno, Buenaventura de Meacó, que había apostatado de la santa religión de Jesucristo y dedicándose por espacio de veinte año al servicio de los ídolos; pero vuelto en sí, no se avergonzó de presentarse en el templo del único verdadero Dios en traje de penitente, abjurando en alta voz su apostasía, pidiendo a todos perdón de sus escándalos, y arreglando su vida de tal modo que colmaba el jú­bilo de todos los cristianos. ¿Y quien, hermanos míos, no se alien­ta con tales ejemplos? ¿Quién puede excusarse de servir a tan buen Dios, cualquiera que sea su estado, su edad, y por malas que has­ta aquí hayan sido sus costumbres? Justos o pecadores, viejos o niños, ricos o pobres; sacerdotes o seglares; a todos nos llama Dios, a todos nos invita, para todos hay asiento en las celestiales moradas.[9] Démosle pues infinitas gracias por tanta misericor­dia y no nos hagamos sordos a sus voces, ni dejemos de aprove­chamos de los ejemplo que nos pone a la vista.

También debemos tributárselas muy cordiales y sinceras por el inesperado beneficio que se digno dispensamos, haciendo que tuviésemos parte en la solemne canonización del primer santo mexi­cano. Cuando en 8 de enero de 1861 un agente de policía nos intimaba el destierro, cuando se nos expulsaba de todo el territo­rio mexicano y se nos insultaba de mil maneras; nadie hablaba de la canonización del beato Felipe de Jesús, a ninguno le ocurría que se aproximaba el día de una solemnidad que, si bien era interesante a la Iglesia universal, lo era de una manera especialísima para nuestro pueblo.

Pero la Divina Providencia, que per­mitió nuestro destierro para mayor gloria suya y para fines que no nos era dado prever, lo dispuso todo de tal modo que la mayor parte de los obispos mexicanos nos hallásemos en Roma, y con­tribuyésemos con nuestro grano de arena, ya asistiendo con todos los demás prelados presididos por el Papa, a las rogativas públi­cas que con tal objeto se hacían en las basílicas de El Salvador, de Santa María la Mayor y de San Pedro; ya tomando parte con nuestro voto consultivo en los Consistorios de 22 y 24 de Mayo de 1862; ya, en fin, concurriendo al acto solemnísimo de 8 de ju­nio siguiente, en que el Vicario de Jesucristo, después de implorar las luces del Espíritu divino, poniendo por intercesores a la Inma­culada Virgen María, y a todos los ángeles y demás santos del cielo, pronunció el decreto de canonización. ¡Oh, cuánto fue el gozo de nuestra alma al oír el nombre de Felipe de Jesús entre los de los santos cuyo culto público se decretaba en aquel día de Pentecostés para todo el orbe católico! Era el Soberano Pontífice quien hacia tan solemne declaración, la hacia en el primer templo del mundo, en presencia del Sacro Colegio de Cardenales y de multitud de patriarcas, primados, arzobispos y obispos reunidos de las cinco partes del mundo; de millares de sacerdotes de diferentes naciones y de un pueblo inmenso que había ocurrido a la ciudad eterna a ser testigo de un acto tan solemne.

Cosa admirable, en la que no podemos menos de reconocer el dedo de Dios En un tiempo de tantos trastornos y cuando casi en ninguna parte hay tranquilidad, mucho menos en Italia; cuando el infierno hace los últimas esfuerzos contra la Iglesia san­ta, y se dice a voz en cuello que es preciso combatir el catolicismo en todas partes, de todos modos, por todos y contra todo; cuan­do a nombre de la tolerancia se despoja a la Iglesia de sus bie­nes, y los obispos y sacerdotes sufren toda dase de vejaciones y de ultrajes, las cárceles, el destierro, la muerte un anciano débil y sin recursos, un anciano a quien desprecia y persigue el mundo,[10] y a quien los mismos que se llaman hijos suyos lo despojan de la mayor parte de sus pequeños Estados, y pretenden quitarle el resto burlándose de los anatemas de la Iglesia; tan pobre que ni siquiera cuenta con lo absolutamente indispensable para cubrir sus reducidos gastos, y está viviendo del óbolo o limosnas de los fieles; y aun la colectación de estas se impide en diversas partes; este anciano habla y su voz es escuchada hasta en las re­giones mas remotas a donde nunca llegó la dominación de los Cé­sares, y todo el mundo palpa lo que de Roma escribía en el siglo quinto uno de los mas célebres padres de la Iglesia.[11]

No es un mandato el que pronuncian sus labios; es un deseo, una simple insinuación que deja a cada uno en libertad de hacer lo que le plazca, como lo indican las siguientes palabras de la convocatoria de 8 de enero de 1862: “Su Santidad vería con placer reu­nidos a su lado a todos los obispos que así de Italia como de otras partes del mundo juzguen conveniente emprender un viaje a Ro­ma, sin perjuicio para los fieles y sin ningún obstáculo, a fin de asistir a los consistorios y presenciar aquellas grandes solemnidades. Y esta insinuación es obsequiada en todas partes y a pe­sar de las dificultades que se pulsan por las circunstancias de tras­torno y agitación universal, se apresuran a ir a Roma los obispos de Irlanda, Escocia e Inglaterra; los de Francia y los de España; los de Bélgica, Suiza, Holanda, Baviera, Austria, Hungría y Bohe­mia; los de Prusia y de Polonia rusa; los de Grecia, Siria, Cons­tantinopla, Egipto, Asia menor y de los mas remotos continentes de Oriente; los del Canadá y de los Estados Unidos; los de México y aun alguno de las Américas del Sur; los de Australia y Oceanía; los de África y de diferentes islas del Océano. Veríais al derre­dor del sucesor de Pedro en aquella augusta asamblea, cuarenta y tres cardenales, cinco entre patriarcas y primados, cincuenta y tres arzobispos, ciento ochenta y seis obispos, a cuyo número no llegó la reunión que en 8 de diciembre de 1854 se hizo para la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción de la siem­pre Virgen María, ni llegó tampoco, la del Santo Concilio de Trento, ni la de otros muchos concilios ecuménicos,[12] ni jamás se habían reunido obispos de tan diferentes pueblos y naciones. Después de la definición de la inmaculada Concepción, como di­ce muy bien un célebre escritor, ninguna cosa podía hacer Pío IX que más se alejara de las preocupaciones del siglo; pero nin­guna tampoco que mejor atestiguara la inquebrantable fe de la Iglesia y la augusta perseverancia de las tradiciones que el or­gullo racionalista considera gastadas. La filosofía y la política aseguran que el mundo no cree ya ni en los santos ni en el Pa­pa; y para probarles que aun cree el mundo en todo eso, el Papa concibió la idea de llamar al mundo entero, convocando a los obispos del Universo y teniéndolos a su alrededor en aquel día.

Más todavía: si algún príncipe, con especiosos pretextos y prevalido de la fuerza, impidió que fuesen a Roma los prelados del territorio a que se extiende su dominación,  ellos se valieron de la pluma para manifestar al Vicario de Jesucristo que sus sentimien­tos eran enteramente unísonos a los de Su Santidad y de sus her­manos reunidos en aquella augusta asamblea. Esto hicieron seis obispos del Piamonte, otros tantos de Toscana, diez de la Umbría, cinco de Florencia, sesenta y uno de Nápoles, siete de la Emilia, y los de Cortona, Piñerolo, Acerra, Pesaro, Módena, Reggio, Car­pi, Gustalla y Masa Ducale. Otro tanto hicieron en 19 del mismo mes y año, el de Génova, con otros cinco, y dos días después los diez y siete de Las Marcas, y antes, el arzobispo de Sena a nombre suyo y de sus sufragáneos, y en diversas fechas los que no pu­dieron asistir por enfermedad opor no haberles llegado oportu­namente la invitación, o por habérselos estorbado la autoridad ci­vil de su respectivo país, o por otros justísimos motivos. Tales fueron los de Sicilia, los de Canarias, Mallorca con los demás de la Península española, que no pudieron ir con los veinticuatro paisanos suyos que asistieron; los que faltaron de Bélgica, de Austria y del Oriente; los que no pudieron asistir de Francia, sin faltar uno solo, como lo confiesan sus mismos enemigos; posteriormente, los de Portugal, el de Guatemala con su auxiliar y con los de Chiapa, San Salvador y Trajanópolis, el de Marcópolis y otros innumerables; todos ellos han manifestado su adhesión, y sus votos y protestas han sido publicados por la prensa; así como los de multitud de Cabildos, de comunidades religiosas, párrocos y pueblos que a centenares y a millares firmaban sus representa­ciones, de entera conformidad con el episcopado católico. A Do­mino factum est istud, exclamaremos con el salmista, et est mi­rabile in oculis nostris.[13]

 



[1] Publicado en la tipografía de Dionisio Rodríguez, calle de Santo Domingo número 20, Guadalajara, 1864, 29 pp. Forma parte de la miscelánea de publicaciones del siglo XIX donada a la biblioteca del Seminario de Guadalajara por el licenciado en restauración Oscar García Hernández en el año 2008. Para facilitar su lectura, se han añadido subtítulos que no tiene el documento original.

[2] El párrafo que sigue, se registró en el texto original como nota al pie de página. Dado su interés, ha sido colocado dentro del texto [N de la R].

[3] Véase el autor citado, cap. 3.

[4] Hæc autem civitas ignorans suae provectionis auctorem, cum pe­ne omnibus dominaretur gentibus, omnium gentium serviebat erroribus; et magnam sibi videbatur assumpsisse religionem, quia nullam respuebat falsitatem. S. Leo in Natali SS. Apostololum Petri et Pauli.

[5] In quod in præsenti est momentaneum et leve tribulationis no­træ, supramodum in sublimitate æternum gloriæ pondus operatur in nobis. 2 ad Chor. 4.

[6] Cuando no fuera por el reconocimiento de los votos monásticos, bastaría el derecho común de asociación concedido a todo ciudadano. No ha muchos años el Parlamento inglés rechazo un bill de Chambers con­vencido por las razones aducidas contra él por John Russell, que discurría así: “No estando reconocidos los conventos en Inglaterra, estos no son otra cosa que casas particulares, donde libremente se reúnen para vivir en sociedad personas adultas, o menores, aunque estas segun­das con el consentimiento de sus padres. El gobierno no podría arro­garse el derecho de visitar o inspeccionar un convento sin atribuírselo a cualquiera otra casa particular, no existiendo desde entonces la inviolabilidad del domicilio.”Cf. Margotti, Roma y Londres.

[7] Nulla Dei regno infirma ætas, nec fides gravatur annis. S. Ambrosio, in cap. 15. Luc.

[8] Redimisti nos Deo in sanguine tuo ex omni tribu, et lingua, et populo, et natione, et fecisti nos Deo nostro regnum. Apocal. 5.

[9] In domo Patris mei mansiones multæ sunt. Joan. 4. Etsi alius est alio fortior, alius alio sapientior, alius alio justior, alíus alío sanctior... nullus corum alienabitur ab illa domo, ubi mansionem pro suo quisque accepturus est merito. S. August. Tract. 67 in Joan.

[10] La revolución, decía una logia de carbonarios, sólo es posible con una condición: el aniquilamiento del Papado… Contra Roma de­ben dirigirse todos los esfuerzos de los amigos de la humanidad. Con tal de destruirla, todos los medios son buenos. Una vez derribado el Papado, naturalmente caerán todos los demás monarcas. Edgardo Quinet dice: “Preciso es que caiga el Catolicismo: ¡No haya tregua para el Injusto!No se trata sólo de combatir el Papado, sino de extirparlo; y no solo de extirparlo, sino de deshonrarlo; y no sólo de deshonrarlo, sino de sumirlo en el fango.” ¡Y este Edgar Quinet es a quien una junta patriótica de México nombró miembro honorario en reconocimiento de sus elevadas ideas!Heraldo, 28 de Febrero de 1863.

[11] Per sacram Petri Sedem caput orbis effecta, latins præsideres re­ligione divina, quam dominatione terrena. S. Leon.

[12] Los prelados reunidos en Roma el 8 de diciembre de 1854 fueron en su totalidad doscientos cuatro. Los del Concilio Tridentino no llegaron a doscientos cuarenta. Los del Concilio Constantinopolitano fue­ron ciento cincuenta; los del Efesino I como doscientos; los del Constantinopolitano II, ciento sesenta y cinco; los del Constantinopoli­tano IV, ciento dos; los del Lugdunense I, ciento cuarenta; los del Florentino, ciento cuarenta y uno; a mas del Patriarca de Constantino­pla y los Legados del Alejandrino, Antioqueno y Jerosolimitano y úl­timamente, en el Lateranense V asistieron ciento treinta y cinco. A to­das estas reuniones excedió la de 8 de junio, compuesta de doscientos sesenta y cinco investidos del carácter episcopal, con más los veintidós cardenales que sólo eran presbíteros o diáconos.

[13] La Civilta cattolica en Roma y varios periódicos de otras partes han publicado muchas de estas exposiciones; he leído las siguientes: Ca­bildo Catedral de Niza, Cabildo metropolitano de Nápoles, en unión de los Colegios, Congregaciones y todos los párrocos de la diócesis con cer­ca de ocho mil firmas de los fieles de la capital; Abad y Cabildo de la concatedral de Santo Domingo de la Calzada, Cabildos de Solsona, Lé­rida, Teruel, Mondoñedo, Zamora y Gerona; Abad y Comunidad de Be­nedictinos en Cassino Superior; general de Capuchinos a nombre suyo y de los once mil religiosos de la Orden; la de los mil seiscientos dipu­tados de las Asociaciones católicas de Alemania; Reunion del Clero de Braga en San Pedro de Sercedello, Consejo de Pavoa de Lanhoso; las del Clero y pueblo en Osma, en Ager y en Abadejo; la de los profesores y alumnos del Seminario de Plasencia, etcétera. Y ya en 3 de septiembre de 1862 decía el Santo Padre al Cabildo de Solsona: “Vuestra adhesión a todo cuanto pronunció y declaró ante Nos en los días de Pentecostés “la muy Sagrada Asamblea de nuestros Venerables Hermanos… es muy conforme a la autoridad de los Obispos y al consentimiento de los fieles de casi todas las Iglesias del orbe”. El P. Passaglia publicó con­tra el Manifiesto de los Obispos, otro con ocho mil fumas de eclesiásti­cos; pero en seguida la Armonía de Turín comenzó también a publicar las protestas de multitud de esos mismos eclesiásticos, que se quejaban de haberles falseado sus firmas se contaban ya muy cerca de doscientas supuestas, y aun las de algunos que habían muerto muchos años antes.

 

 

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