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Pedro Espinosa y Dávalos: primer arzobispo
y su Relatio ad limina de la Archidiócesis de Guadalajara, 1864. (1 de 2 partes)


José de Jesús Hernández Palomo1


Sirve este artículo de preámbulo y paso previo a la intelección del informe que rinde a la Sede Apostólica el último obispo y primer metropolitano de la sede eclesiástica Guadalajarense, cual se publicará en la próxima entrega de este Boletín. Tripulante de dos eras, como se verá al leer el artículo que al efecto preparó un acucioso investigador español, quien, además, tradujo al español dicho informe, redactado en idioma latino

Guadalajara fue erigida sede metropolitana por bula apostólica el 26 de enero de 1863, dándole por obispados sufragáneos el de Zacatecas, creado en este momento, los de Durango, Linares y Sonora y el Vicariato Apostólico de la Baja California.  Los obispos mexicanos, algunos de ellos en Roma por destierro, habían manifestado la necesidad de nuevas circunscripciones eclesiásticas en especial por la enorme extensión de las mismas. Se trataba de un nuevo orden para un control más eficaz de gobierno eclesiástico interno y una forma por, ende, de paliar el impacto de  los continuos cambios políticos del país.  Así, las jurisdicciones eclesiásticas alcanzaron el número de veinte.

Pedro Espinosa y Dávalos,  además de ser el primer arzobispo de Guadalajara, fue una figura que vivió desde un principio los momentos cruciales del siglo XIX y recibió la consagración episcopal el mismo año en el que fue suscrito el Plan de Ayutla (1854) que inició una nueva etapa histórica de México.
Nacido en Tepic (hoy capital del estado de Nayarit), en la Intendencia y diócesis de Guadalajara, el 29 de junio de 1793, siguió una significativa carrera eclesiástica. Promovido a las órdenes menores, subdiácono y diácono y ordenado presbítero, se doctoró en teología por la Universidad de Guadalajara, y consiguió una plaza de canónigo, ejerciendo la de lectoral; fue también canciller de la universidad y vicario capitular del obispado.  Gobernó la diócesis en sede vacante desde la muerte de su obispo, Diego Aranda, el 17 de marzo de 1853.  Presentado por Antonio López de Santa Anna,  fue preconizado por Pío IX en el Consistorio del 12 de septiembre de 1853  y consagrado obispo en la misma ciudad de Guadalajara el 8 de enero de 1854 por José Antonio López de Zubiría y Escalante, obispo de Durango.

A la vuelta del exilio Espinosa Dávalos consagró de inmediato obispo de la nueva diócesis de Zacatecas a su amigo y obispo auxiliar Ignacio Mateo Guerra y Alba.  Erigida Guadalajara como sede metropolitana por la bula Romana Ecclesia, del 26 de enero de 1863, ejecutó su erección como arzobispo antes de llegar a la capital, en la circunscripción parroquial de Santa María de los Lagos, recibiendo el palio del propio Guerra y Alba, y al mismo tiempo proclamó el edicto donde se nombra a las diócesis sufragáneas.
Su entrada en Guadalajara la hizo el día 22 de marzo y fue un “espec¬táculo sumamente hermoso y agradable... calles adornadas con grande lujo y exquisito gusto”; entre todo “llamaban la atención tres majestuosos arcos triun¬fales”, el primero en la puerta de la garita de San Pedro; el segundo, al comienzo de la calle san Francisco, luciendo en cartelas hermosas poesías y el tercero en la puerta del Seminario, con inscripciones latinas en sus columnas.  Aunque no poseemos una descripción porme¬norizada de esta entrada y, en especial, de los elementos de los adornos y de los majestuosos arcos, es evidente que la vuelta del exilio de Espinosa, no ya como obispo sino como primer arzobispo, significó una afirmación y reproducción evocativa de fácil lectura para el común de los mortales, del poder social y político de la Iglesia. Aunque los autores que se han ocupado del tema dicen ignorar porqué la erección del arzobispado se ejecutó en la sede parroquial de Lagos, es claro que tal disposición la decidió la entrada triunfal del prelado a Guadalajara, sirviéndole como un elemento más para reforzar la imagen de un actor social que estuvo ausente por un exilio forzoso, legitimando así su auctoritas. La fastuosa ceremonia fue, en definitiva, una llamada a la ciu¬dadanía a recuperar sus sentimientos de volver al buen orden, al “novo rerum ordine” en las palabras del mismo Espinosa Dávalos.  Así lo exigía el contexto político de México, agotado por todo el cúmulo de enfrentamientos e inestabilidad que trajo la entrada en vigor y la aplicación de la Constitución de 1857. En esos años cruciales, Espinosa representaba un contrapunto al convulsivo periodo anterior; era también la proclamación de unos valores o prerrogativas ya nulas en la práctica, pues ni siquiera las restableció o reconoció por el régimen del segundo Imperio.

La muerte le sobrevino al arzobispo dos años más tarde, cuando contaba con 73 años de edad, el 12 de noviembre de 1866, encontrándose en la Ciudad de México.  Una década después, sus restos fueron trasladados a Guadalajara, siendo inhumados en la Capilla de la Purísima Concepción de la iglesia catedral.

Del traslado de sus despojos, se hizo cargo una comisión de canónigos tapatíos, organizando un cortejo fúnebre pausado y solemne, durante cuyo recorrido se realizaron brillantes honras en Querétaro, León, Lagos, San Juan de los Lagos, Jalostotitlán, Tepatitlán, Zapotlanejo y San Pedro Tlaquepaque. Ya en Guadalajara, el 27 de enero se hizo el traslado del catafalco del santuario de Guadalupe a la catedral y al día siguiente se hicieron las honras fúnebres.  El retorno de sus restos mortales fue una reafirmación del discurso de la continuidad y del orden social al que aspiraban los obispos de México.


LA RELATIO AD LIMINA DE 1864

Mi interés por las visitas ad limina, se remonta a 1978, mis inicios en el Archivo Secreto Vaticano, y se vio justificado y refrendado por los significativos trabajos de José Ignacio Tellechea y el impulso que siempre me brindaron para el siglo XIX y el período “ilustrado” –el de la independencia- don Franco Díaz de Cerio y don Miguel Batllori. Ya se han publicado numerosas Relationes ad limina, destacando las globales de las diócesis valencianas, de Calahorra y de Oviedo.

La obligación de cada obispo a testimoniar obediencia al Papa y de informar del estado de su diócesis no era nuevo en la Iglesia. El Concilio de Trento convirtió esta costumbre en ley ante la desconexión con Roma y el abandono de la práctica, en muchos obispos, de la obligada visita pastoral a la Sede Aspostólica.

Como ley postconciliar fue promulgada la Constitución Apostólica Romanus Pontifex, de Sixto V, el 20 de diciembre de 1585, según la cual cada obispo está obligado a visitar al Papa y realizar una relación sumaria del estado de su diócesis. Se establecía la “Visita ad Limina Apostolorum Petri et Pauli”. Se trataba de ajustar el Magisterio de la Iglesia a la línea más agustiniana y cercana a ella, aunque con matices, la de san Ignacio de Loyola, explicitando en las basílicas de san Pedro y de san Pablo extramuros, la jerarquía y el carisma de la Iglesia católica.

A pesar de las dificultades de toda índole que representaba para los obispos americanos la visitia ad limina, las diócesis mexicanas cuentan con un cuerpo numeroso de Relaciones, donde hacen constar las justificaciones por no acudir a Roma personalmente, acompañándolas de los correspondientes autos notariales y de procuradores representándolos.

Siendo secretario de la Sagrada Congregación del Concilio, el cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, elaboró un meticuloso cuestionario que sirvió como estructura a la Relación, que él mismo, ya como Papa, puso en vigor mediante la bula Summus Pontifex del 13 de diciembre de 1740, en estos nueve apartados: I.- Estado Material. II.- Obispo. III.- Clero Secular. IV.- Clero Regular. V.- Religiosas. VI.- Seminario. VII.- Iglesias, Cofradías y Lugares Píos. VIII.- Pueblo. IX. Dudas y Peticiones.

No todas las Relaciones tienen igual valor, y ante ellas el investigador se encuentra con el grave problema de la repetición de datos, de información o descripciones, y al mismo tiempo que quien vierta la información, el obispo, es una parte muy interesada en los datos que vierte. Por lo que a la Iglesia en los dominios de ultramar respecta, se aprecian diferencias en las Relaciones de Sevilla o de Cádiz, en especial en los apartados Estado Material y de forma especial en el de Pueblo cuando informa sobre vita et moribus o en el último, llamado De postulata o De postulatis pro bono Ecclesiae, fundamentalmente por la situación política prevaleciente en México durante el siglo XIX.

Como quedó asentado, el gobierno episcopal de don Pedro Espinosa y Dávalos inició el mismo año del Plan de Ayutla (1854), al que siguió la convocatoria a un Congreso Constituyente (17 de octubre de 1855) para elaborar una Constitución en la que explícitamente fueron excluidos los clérigos, tanto para elegir como para ser elegidos. La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma provocaron una etapa de enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado; las posteriores guerras entre liberales y conservadores (1858-1861), las restauraciones de un Imperio y la permanente confrontación entre los bandos liberales y los partidarios de Maximiliano de Habsburgo (1864-1867) mantuvieron una fuerte tensión en todo el país. En tal contexto discurrió todo el gobierno eclesial de Espinosa y Dávalos, correspondiéndole un periodo realmente convulso y de tremenda inestabilidad política.

La labor e inalterable posición que mantuvo desde un principio ante estos acontecimientos, le llevó al exilio pero también a un reconocimiento expreso de Roma. Recién nombrado obispo y con la experiencia como vicario general y administrador en sede vacante, envió de inmediato su Relatio ad limina a la Santa Sede (1854),  lo que ya se traduce como una expresión de unidad con Roma, puesto que la visita pastoral respondía a la misión del pastor por “visitar su diócesis y vigilar sobre su grey”, como lo testifica un iluminador texto de Bartolomé Carranza.  En tales circunstancias, esta Relación representaba un signo de obediencia y unidad a Roma.

La Relatio de 1864 sigue la norma establecida pero hay en ella dos elementos significativos: en primer lugar, Espinosa no hace una relación detallada de todos los avatares anteriores ante las llamadas leyes de Reforma, como tampoco adjunta la numerosa secuencia de cartas pastorales, circulares y protestas en general contra tales leyes, que afectaban directamente los intereses de la Iglesia, algo que era norma generalizada en la mayoría de las Relationes ad limina de los obispos mexicanos. En su exilio romano ya había dejado pruebas evidentes de su posición y de su labor en este sentido, y de hecho se conocían los documentos que había firmado con el resto del episcopado. De otra parte, el nuevo arzobispo da fe de la persecución religiosa, de los despojos a propiedades de la Iglesia no devueltas todavía y de forma muy peculiar las dudas o, a mejor decir, la incertidumbre que apreciaba ante la política Imperial. Así, ante la situación presente, se limita a revelar un hilo de esperanza cuando afirma que “ahora, restablecida la paz y la seguridad, en la medida que es de esperar”,  porque realmente la Iglesia no ha recuperado el libre ejercicio de sus derechos y no los tendrá “mientras subsistan las leyes de la reforma”, y “la jurisdicción y el oficio Pastoral seguirán hallando un gran obstáculo ante dichas leyes, puesto que en ellas estará permanentemente presente la violencia contra los asuntos eclesiásticos”.

Las nuevas corrientes ideológicas de fines del siglo XVIII y las reformas borbónicas implementadas en el Imperio Español en este tiempo, provocaron nuevas actitudes ante la metrópoli. Sin embargo, la invasión napoleónica de España encauzó una realidad americana hasta entonces latente, que ante el vacío de la autoridad real se reflejó en diferentes posiciones para encontrar cauces legales y de representatividad ante la nueva situación, una de las cuales, la más clara, se tradujo en los movimientos de independencia de casi todos los dominios hispanos de ultramar.

La proclamación de la Constitución de 1812 no redujo la conmoción, toda vez que este cuerpo de leyes no representó un cauce para el estado real de las colonias americanas, es decir, no reconoció las nuevas legalidades surgentes. A esta convulsión no pudo ser ajeno el rol desempeñado hasta entonces por la Iglesia en la sociedad, y, al igual que en Europa, se reflejó claramente en un peso mayor progresivo de doctrinas nuevas y un descenso generalizado de las prácticas religiosas, o a mejor decir, en un rechazo a la moralidad pública dominante, a los sacramentos y al mismo clero como su representación. Si a esta situación añadimos las estrechas vinculaciones entre el poder establecido y la Iglesia, reforzado por el Regio Patronato que mantenía a la Iglesia como brazo del poder de la Corona, la Independencia significó y puso a la Iglesia en México en una situación de total desorganización.

La Iglesia sufrió el lastre de la dependencia a España y, de ancestrales lealtades muy lejanas a su fidelidad esencial. La Santa Sede revela al respecto su extrañeza en un encíclica de Pío VII  y en el recibimiento -cuando conseguía contactar- de representantes enviados a Roma desde tierras americanas.

En el apartado final de su Relación, Espinosa y Dávalos no formula peticiones: “nada tengo que postular en el presente”,  aunque sí hizo “uso de las facultades concedidas por la Sede Apostólica” ante las escandalosas discordias entre los padres del Oratorio de san Felipe Neri de Guadalajara,  a los que expulsó de su Casa, haciendo uso de una potestad que ya había recibido en su reciente estancia en Roma, así como la de restablecer de nuevo esta Congregación. En cierto sentido, el arzobispo nos ofrece el talante mesurado y realista de quien sabe que la solución a numerosos problemas de índole eclesial, social o político no dependen de las facultades concedidas por Roma o instancia papal, porque la situación que prevalece en esos momentos y que afecta todos los órdenes, había superado el antiguo sistema de relaciones de poder y de vinculaciones sociales.

Todo ello no le llevó a silenciar en su Relatio de 1864 los despojos, exclaustraciones y estado de postración en el que se encontraba la Iglesia en Guadalajara. De hecho, suscribió numerosas cartas pastorales y circulares dirigidas al clero y a los fieles y firmó con otros prelados mexicanos declaraciones generales condenando las leyes que afectaban los intereses de la Iglesia. Su exposición es dura, y buena prueba de ello es la mención de personas concretas de su clero que le han desobedecido y han apoyado y colaborado abiertamente con los liberales, y “como me agrada exponer las honrosas dotes del Clero de Guadalajara, tanto me desagrada referir las deplorables actuaciones de algunos y no poder en conciencia ocultarlas... Cinco sacerdotes, cada uno por distinto motivo, produjeron un escándalo para los fieles y un gran dolor para la Iglesia, estos fueron: Mejía, Guerrero, Villalobos, Navarro y el doctor Juan José Caserta”.

El informe completo, aún siendo extenso y exponiendo temas muy diversos, está conformados en torno a dos realidades, que muestran en su conjunto, por una parte, el perfil como pastor eclesial y la personalidad de Espinosa y Dávalos, por otra, la respuesta clara y precisa al momento histórico en el que se encontraba inmersa la Iglesia. Así, el eje en torno al cual gira la Relatio tiene dos puntos: la patente desorganización y confusión de esta Iglesia, y la relajación de costumbres y expansión de nuevas doctrinas.
Respecto al sostenimiento de la sede metropolitana, las rentas se redujeron a un tercio y las prebendas del Cabildo eclesiástico a doce, pero a pesar de las “dificilísimas circunstancias del momento”  son respetados los estatutos y “todos cumplen con el deber de sus oficios”.  En igual caso se encuentran las 114 parroquias y las 290 iglesias, que “pasan penuria económica a causa de la usurpación de las obras pías... a lo que se añade la expoliación y el robo”, “están bien ordenadas y rectamente administradas” pero para una más eficaz “atención a las almas o necesidades de los fieles” procura que cada párroco tenga uno o dos coadjutores, y por este mismo motivo una gran parte de los templos “hacen las veces de parroquia, solamente para lo sagrado, la predicación y la penitencia”.

Un tema interesante en cuanto a la “nueva” organización y eficacia es el de la residencia no sólo del arzobispo sino fundamentalmente del clero. Hay cuatrocientos sacerdotes en toda la archidiócesis, muchos de ellos “durante los cuatro años pasados de aquella directa y enorme persecución contra la Iglesia” se vieron obligados a salir de sus parroquias, “lejos de su lugar de residencia desterrados, perseguidos”.  Con todo, a Espinosa le preocupa esta permanencia en su distrito, en especial de los párrocos, y le consta que se cumple el precepto de residencia y que cualquier ausencia está justificada por licencia “in scriptis”.

Él tan sólo se ausentó de su sede en 1859 durante cinco meses por haber sido convocado por el presidente de la República a México, y poco después, como él mismo indica, por “el deplorable cambio de las cosas y de la perturbación de todo orden que no sólo me obligó a ausentarme de la diócesis sino que también, condenado al exilio, me obligó a salir del territorio mexicano... durante casi tres años”.

Realmente el estado de su diócesis es lamentable tanto humana como materialmente. A la deplorable situación de las monjas,  los pocos regulares  y la escasez de sacerdotes, a todos los cuales se intentó exiliar,  se añade la pobreza de las iglesias y santuarios,  la destrucción de templos y monasterios  y la pérdida de hospitales o asilos.

Una excepción en el gobierno episcopal de Espinosa ha sido la celebración de un Sínodo diocesano, tan aconsejado por Roma para mantener la uni¬dad al interior del clero y en su acción. El obispo arguye que no le ha sido posible convocarlo debido a “la ingente cantidad de calamidades que hace tiempo invadió todos los rincones, de manera que no pudieron librarse ni los pueblos pequeños y perdidos, llenándose toda la diócesis de terror y miseria”, a lo que se añadió “una política suspicaz y desconfiada del poder civil y sobre todo celosa de los asuntos eclesiásticos”.  Ahora espera hacerlo –aunque nunca pudo, ni él ni sus sucesores, hasta 1938-, pero, “para evitar las pretensiones de los jansenistas y regalistas”, que podrían atentar contra la libertad eclesial, con la denominación de “congregación eclesiástica y no de concilio”.

“Las dificilísimas circunstancias del momento”  han llevado a una clara relajación de costumbres, pero ante “tantas miserias que soportaban los fieles”, el mismo Espinosa se plantea qué hacer “ahora una vez destrui¬dos todos los elementos” con que contaba la Iglesia.  Se encontraba ante una “ingente cantidad de calamidades que hace tiempo invadió todos los rincones”, “el obstáculo de la inmensa y difícil extensión” de la diócesis y por tanto frente al reto personal “de dejar sin auxilios espirituales a una numerosa grey”.  En su apreciación general “el pueblo es verdaderamente católico, piadoso y obediente con sus Pastores, de manera que tantos años de opresiones contra él y de persecuciones contra éstos, sin olvidar la in¬famia y la barbarie, no fueron suficientes para apartar al pueblo de la fe y para cambiar los grandes principios éticos con los que había sido nutrido”,  este juicio le sirve para fundamentar un conclusivo epílogo ideológico y doctrinal: “uno verbo, vita Mexicanorum est Religio, et apud illos, progre¬ssus cum Catholica Religione vertetur in legem, extra eam, progressus erit, idem ac hebesci et mori”;  tan sólo algunos se dejaron llevar “por el afán de acumular riquezas” u “obtener un cargo público”,  pero “cuanto más se exaltaba el furor de los impíos y el odio verdaderamente diabólico contra la Religión, tanto más aumentaba la devoción y la piedad del Clero y de todo el pueblo cristiano”.

Ante tal estado generalizado de destrucción y miseria, que se delinea a través de toda la Relatio, era necesario recomponer la situación. El nuevo arzobispo cuenta con dos elementos propios y muy eficaces, a pesar de estar en mínimos: de una parte el clero y de otra la acción pastoral. En cuanto al clero, Espinosa dedica una amplia información en los apartados correspondientes, el capítulo III De Clero seculari y el VI De Seminario Era vital mantener una rigurosa formación de los seminaristas, y él cuidará de ello y de toda una serie de requisitos imprescindibles para ordenar a nuevos presbíteros,  e incluso la obligación de los sacerdotes de tener reuniones regulares y de llevar el vestido talar con la clara finalidad de conseguir y mantener una unidad al interior y al exterior del clero.

El otro elemento era la pastoral. No se aprecia un interés especial por los sacramentos, aunque menciona en dos ocasiones la confirmación,  su atención se centra en la enseñanza de la doctrina cristiana a través de las ca¬tequesis en especial a los niños,  a la predicación usando cualquier “recurso para enseñar a los fieles la Palabra de Dios” y revelar “las premisas que son necesarias para la salvación, bien a través de cartas bien a través de sermones y sobre todo por medio de hombres idóneos, celosos de la integridad de la doctrina y de las buenas costumbres”,  y, por supuesto, el fomento de la piedad popular alentando la acción y cultos de las confraternidades.


A MODO DE EPÍLOGO

La figura del primer arzobispo de Guadalajara se nos presenta como muy singular. Si de una parte es un hombre fiel a su misión como pastor de la Iglesia, y como tal denuncia los expolios, la persecución, y defiende los derechos y libertad de la Iglesia, en su planteamiento personal Espinosa va más lejos a la explicación simplista de los hechos reduciéndolos a una mera contradicción entre liberales y conservadores o a la enconada polémica entre el tro¬no y el altar, tan generalizada en el medio clerical europeo y americano.

Hombre de su tiempo, en el que prevalecen un tanto la confusión ideológica y de acción, se sirve de un talante mesurado y realista, al punto de no apelar a resortes o instancias de Roma como respuesta a los problemas de todo orden que debía él afrontar; por otra parte, parece conocer perfectamente –y tácitamente aceptar- que la realidad socio-política ha superado del todo el antiguo sistema de relaciones de poder y de vinculaciones sociales.

Como ya hemos indicado, a diferencia de sus congéneres en el episcopado, él no adjuntó a su Relatio extensos anexos con sus publicaciones escritas –que, como ya se dijo, la tuvo y muchas- y de otra parte no pareció haber vivido en la “desesperación” como el arzobispo Labastida, que se exilió voluntariamente al no conseguir del gobierno de Maximiliano la solución a todas sus pretensiones en las entrevistas que sostuvo con él; el realismo de Espinosa lo llevó a poner en duda que este mismo régimen restituyera los expolios del periodo anterior.  A esta mesura influyó sin duda la visita que durante su exilio hizo a “algunas de las principales ciudades tanto de América Septentrional como de Europa”, donde según sus palabras “hablé con Jefes Religiosos sobre aquellos temas que atañen a la Iglesia y a la salvación de las almas, escuché consejos muy sabios de ellos”.  Fue entonces cuanto conoció la auténtica libertad de cultos y de ahí su fundamentado ataque a las “acciones que el Gobierno liberal y sus secuaces, en nombre de la tolerancia y el progreso, perpetraron”.  Aunque lamenta el exilio, la Congregación del Concilio en su respuesta a esta Relatio confiesa que sus miembros “se alegran de que el Señor convirtiera vuestra cautividad en una señal del cielo”.  La misma estancia en Roma incidió en él, sin duda, y de forma decisiva, para cerciorarse del grave deterioro del poder temporal del Papado, pero también del surgimiento y la creación de nuevas instituciones y construcción de obras tanto educativas como asistenciales, en la misma ciudad de Roma.

En esta sempiterna lucha por el poder, de unos por alcanzarlo y de otros por mantenerlo, se ataca a la Iglesia con el objetivo de inmovilizarla, de no poder organizar o educar, de silenciarla. A toda esta compleja realidad Espinosa no ofrece respuestas concretas, tan sólo dispone de dos resortes y los pone en práctica: de una parte, medidas para mantener un mínimo de unidad al interior de la Iglesia, y de otra, órdenes para fortalecer la pastoral sacramental y doctrinal, aspectos que hemos reseñado a través del estudio. Sin embargo, él mismo parece indicar que no cabe otra posibilidad de acción “destruidos todos los elementos”,  que invocar a Dios pidiendo como máximo deseo que “apiadado del pueblo mexicano, se digne concedernos la concordia entre las almas y la paz que tanto deseamos”.  Roma comparte claramente estos términos y los de toda su Relatio, y, así, la considera como una “esmerada descripción” [ex accurata descriptione] que demuestra en toda su información una “encendida e inflamada solicitud pastoral”.

La respuesta de la Iglesia con una clara proyección social no vendría hasta el último tercio de siglo con el llamado “Corpus Leonianum”,  que estaría muy rápidamente presente en América, aunque no de forma generalizada.

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