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A los párrocos, en su día

+José Salazar López

 

A pocos meses de cumplirse el primer centenario del nacimiento del extinto arzobispo de Guadalajara, se publica un discurso suyo, pronunciado durante la reunión con los párrocos de esta arquidiócesis, en el año de 1986.

 

 “Os daré pastores que sean conformes a mi corazón, y que se guíen con sabiduría…” (Jer 3,15).

Estas palabras que Dios dice a su pueblo por boca del profeta Jeremías las utiliza la liturgia de hoy como un pórtico de nuestra celebración eucarística porque constituyen el ideal que Dios realizó en el santo Cura de Ars, patrono de los párrocos, cuya conmemoración estamos celebrando.

Quiero saludar con gran alegría de espíritu a todos los párrocos aquí presentes en esta convivencia anual con su obispo, y quiero también saludar a los ausentes que se vieron impedidos de reunirse corporalmente con nosotros, pero en su alma realizan un acto de comunión con los demás pastores. Por medio de ustedes quiero también enviar mi saludo de paz en el Señor a todas sus comunidades parroquiales, con todo el afecto de mi corazón de pastor.

Creo que ninguno de nosotros ignora que esta reunión tiene una fisonomía especial por dos razones: la primera es que este año celebramos el segundo centenario del nacimiento, para el mundo y para Dios, del santo Cura de Ars que recibió el bautismo el mismo día en que fuera dado a luz. La segunda es que, aprovechando éste mismo acontecimiento, Juan Pablo II, en su carta del Jueves Santo a los sacerdotes, nuevamente nos propone como modelo de vida y actividad pastoral a san Juan María Vianney, sacerdote conforme al corazón de Dios, que guió con sabiduría celestial a las ovejas que le fueron encomendadas.

La figura del Cura de Ars nos es familiar a nosotros desde el seminario y es probablemente que todo sacerdote haya anhelado alguna vez ser como él, vivir como él, trabajar como él y obtener frutos de vida eterna semejantes a los que él obtuvo.

Si ahora, guiados por el pensamiento de Juan Pablo II en su carta a los sacerdotes, nos preguntamos cuáles fueron los medios que san Juan María Vianney empleó para transformar a su parroquia humilde en un potente fuego de irradiación de vida cristiana, encontraremos que esos medios surgen espontáneamente de la idea que él tuvo del sacerdocio: “el sacerdocio, decía, es el amor del Corazón de Jesús” y al examinar, por medio del Evangelio, cuáles fueron los cauces por los que Jesús hizo llegar hasta los hombres el amor de su corazón divino, encontró que fueron tres fundamentales: la palabra, el perdón y el pan. Estas tres realidades constituyen la corriente amplia, caudalosa e inagotable que alegra incesantemente la ciudad de Dios, y que hace del hombre una nueva creatura.

La Palabra, en grado único, es la Palabra increada: el Verbo de Dios que en el seno de María empequeñece, por así decir, su dimensión infinita para asumir la estatura y la medida del hombre; es la Palabra personal y divina que, como un puñadito de celestial levadura, se introduce y se mezcla con el polvo de harina de la humanidad para hacer que toda ella fermente y madure hasta llegar a ser pan de ofrenda.

Pero, después, del que es la Palabra increada, dimana la palabra creada que sale de la boca de Dios, la palabra que limpia, alimenta y vivifica: “Vosotros estáis limpios ya, gracias a la palabra que es anunciada” (Jn 15,3).

El Santo Cura de Ars se hizo, consecuentemente, incansable sembrador de la palabra; todo párroco tiene que serlo también. La dispensación de la palabra es el primer paso para la transformación y el mejoramiento de la comunidad parroquial.

Dos son las formas imprescindibles para la difusión de la palabra: la homilía y la catequesis.

La homilía, siguiendo el ejemplo del Cura de Ars, debe ser preparada sobrenaturalmente con el estudio y la oración, y debemos no buscar en ella nuestra gloria y lucimiento, sino la gloria de Dios. Debe transmitir una doctrina que no es nuestra, sino del que nos envió, ha de predicarse un Evangelio sin mutilaciones ni reticencias, con fidelidad y autenticidad. La homilía ha de ser valiente, pero llena de caridad en la denuncia del pecado y del vicio, y en ella debe brillar también la inagotable misericordia de Dios que a todos llama a la conversión. La homilía, en fin, debe conducir, como de la mano, a los cristianos para que conozcan y profundicen la verdad sobre el hombre, la verdad sobre Cristo y la verdad sobre su Reino que se inicia en la Iglesia.

Como el Santo Cura de Ars, los párrocos de hoy tienen el deber sagrado de dedicar tiempo, talento y esfuerzos a la catequesis. Una de las grandes llagas que corroen el cristianismo en nuestro tiempo es la ignorancia religiosa que se incuba desde la niñez y se agrava a través de los años. De ella nace el secularismo, el ateísmo práctico, las defecciones de la fe, la inmoralidad, y todo género de corrupción que nos ahoga. Contra todo esto hay que oponer como remedio eficaz, una catequesis evangelizadora y transformadora que acompañe al niño, al adolescente y al adulto en el proceso de maduración de su fe. Sin una catequesis organizada, insistente, eficaz, es ilusorio querer formar una verdadera comunidad parroquial.

El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús, y ese amor se derramó sobre la humanidad, no sólo como la Palabra de vida, sino también como perdón. Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla. El Cura de Ars vivió intensamente, heroicamente este ejemplo de Cristo: amó a su parroquia y se entregó por ella en una oblación cotidiana para purificarla en el ministerio del perdón.

Todo párroco, dispensador de la Palabra, tiene también que ser dispensador del perdón, porque de Cristo ha recibido el poder maravilloso de aniquilar el reino del pecado en las almas, no sólo por el baño del agua y por la palabra, sino por el ministerio de la reconciliación. Por la Palabra, Dios baja hacia al hombre, por la reconciliación el hombre sube, o más bien, es levantado hacia Dios.

La ascensión del pecador hasta el abrazo de Dios implica un camino y un encuentro. Este camino a veces es largo, difícil, doloroso, es un cambio de mente y de corazón, es un morir interior para renacer desde dentro, desde lo más profundo del hombre. En este camino, el pastor de almas debe acompañar al pecador sosteniéndolo con la oración, con el sacrificio personal, con la proclamación incesante de la misericordia divina, con la acogida bondadosa e incansable.

Tras el camino, viene el encuentro: el encuentro con Cristo en la persona de su ministro, y éste encuentro es, por su misma naturaleza, algo personal, íntimo, secreto en la sosegada administración del sacramento de la confesión.

El párroco tiene que perseguir con todas sus fuerzas el ideal de que en su comunidad no quede ni un solo pecador impenitente. Si bien en nuestros días se ha subrayado el aspecto social del pecado que exige una penitencia comunitaria, el milagro del perdón y de la reconciliación siempre se realiza individualmente, en la intimidad de cada conciencia, por la acción del Espíritu Santo y por el ministerio del sacerdote.

El sacerdocio, repitámoslo por última vez, es el Amor del Corazón de Jesús, y este Amor, manantial de la palabra y el perdón, llega en un desbordamiento insuperable hasta el misterio pascual: Cristo Sacerdote, víctima y altar que muere como propiciación por nuestros pecados, y resucita para inundarnos de su vida divina.

Este misterio pascual se perpetúa interminablemente bajo los signos sacramentales, en la Sagrada Eucaristía que es la “fuente y la cumbre”, no sólo de la vida individual cristiana, sino de la vida total de la Iglesia.

De la Eucaristía en su triple dimensión de sacrificio, pan y presencia, el santo Cura de Ars sacaba todo su dinamismo y su fecundidad pastoral. Jamás puede el cura de almas pasar por alto esta verdad: de ninguna otra fuente, que no sea la Eucaristía, puede provenir la edificación de la Iglesia, con piedras vivas, el templo espiritual para dar culto a Dios en espíritu y en verdad. Ayer como hoy, y hasta el fin de los tiempos, “la Eucaristía hace la Iglesia”. Jesucristo, el pan vivo y vivificante, incrementa incesantemente su Cuerpo Místico a través de la unión sacramental, corporal, real y divina con cada uno de los que comen: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.” (Jn.6, 57).

Toda comunidad parroquial es un pueblo en marcha hacia el Misterio Pascual por el cual Dios se hace accesible al hombre.

El día en que el párroco pueda reunir alrededor de la mesa del altar a todos los miembros de su parroquia, el día en que pueda ofrecerse junto con ellos en una oblación viva y perenne, el día en el Pan de Vida vivifique a cada uno de sus fieles, ese día, aunque parezca inalcanzable, podrá el párroco decir a una con Cristo crucificado: “Todo está consumado”.

Que María, Madre de la Iglesia, trabaje siempre con nosotros para alcanzar esa meta.

Termino estas reflexiones haciendo mía la conmovedora exhortación de san Pedro: “Apacentad la grey de Dios que os fue encomendada”. Apacentadla siempre con la Palabra, el Perdón y el Pan.

 

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